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LAS COSQUILLAS Y JUAN LUIS

 

No recuerdo cuándo lo creé, me es imposible determinar la fecha y menos el momento exacto, ya que no fue de repente, sino poquito a poco, hasta que un día se apareció con rostro y todo: ojos de Bambi, cabeza rapada, 1.80, alrededor de los cuarenta, delgado pero fibroso.

        Sucedió cuando me fui a Berlín a estudiar. Las cosquillas en el estómago comenzaron en un Interrail que hice con mis amigos, la necesidad inexplicable de quedarme a solas con él en el vagón, lejos del joven griterío del resto, y más tarde continuamos viéndonos en las idas y venidas en autobús a la universidad, aun sin saber con exactitud quién era, hombre, eso sí, mayor que yo, eso también, vasco, vestía vaqueros y botas de monte en invierno, sandalias en verano, a veces sandalias con calcetines, pero esas veces yo solía decirle que se los quitara, porque me recordaba a los alemanes. Y poco más podía saber: que había estado casada con una tal Berta, alemana, con la que tenía una hija de siete años llamada Lora. Él sin embargo, lo sabía todo sobre mí, de quién me acababa de enamorar, con quién estaba dolida, a quién amé contra la barandilla del puerto, de qué color quisiera las paredes de mi casa, qué nombre le pondría al gato, por qué le compré aquel jueves por la mañana un ramo de flores a mi madre, cómo decidí que aquel año aceptaría a mis padres como tales dejando el rencor de lado.

        Vivimos juntos. Hace buen día y por la mañana hemos estado en la playa comiendo un helado de yogurt, de los italianos. Corazón, me dice. No, mejor, cariño. Llevo un vestido rojo, y Juan Luis una camiseta verde y unos pantalones de lino negros; no, una camiseta de Nafarroa Oinez. Suena el teléfono. Ambos utilizamos el mismo móvil. Es para él: Berta, para cenar en el Morgan; que me lo proponga a mí también; pero yo no puedo, ceno en casa de mis padres, celebramos el cumpleaños de mi padre; no, es el día de San Juan y tengo cena en Hernani, en el piso que acaba de comprar Izaro. Durante la comida me habla de Berta: aún no se ha enraizado aquí, el trabajo le atosiga y no puede estar con Lora todo lo que quisiera. Tienen a medias la custodia de la niña. Cuando le toca a Juan Luis, y al trabajar él de media jornada, suelo ir con Lora al parque o a ver los nados del delfín que ha venido a morir al Cantábrico. Soy profesora. O traductora. Me arreglo bien con Lora. Mejor que con su madre. Es bonita la niña, y lista. Tiene en la mirada un destello de madurez, un gesto, un algo que otros niños no tienen. Se parece a Juan Luis en los ojos, y a Berta en la constitución y en la nariz pecosa. No, es rubia como la madre, y tiene el cuerpo atlético y largo del padre. La playa. Al terminar la conversación le ha enviado un beso. Yo no he apartado la mirada del mar. Como si su beso no me hubiera supuesto un pellizco. Me ha atraído hacia él de la cintura. Me ha acariciado. Le correspondo. Estoy enamorada.

        No sé muy bien cuándo dejamos de vernos, pero hace ya cinco o seis meses que no tenemos relación de ningún tipo. Ni siquiera soy capaz de recordar su rostro. Ni su voz. No soy capaz de hacer que me mire. Lo he perdido y me resisto. Si al menos me hubiese dado alguna razón todo sería más fácil, pero se ha largado sin dejar ni rastro. Discretamente.

        El hecho de que no tuviese bienes materiales complica las cosas, pues no puedo mirar en sus cuadernos, hacer inventario de lo que haya dejado o no en los cajones, si ha llevado prendas para protegerse del frío, o al contrario, para el calor.

        En gran medida es culpa mía. Yo y mis caprichos. Y Oskar. Me arrepiento de haberle contado lo nuestro a Oskar. Al principio fue medio en broma, con un tonto acuerdo de tener que contar al otro algo que hasta entonces jamás hubiéramos confesado a nadie. En una tarde calurosa, en la charla sudorosa posterior al sexo febril, pronuncié tu nombre. "Tengo un amigo imaginario", y recuerdo bien la sensación, ya que hasta entonces nunca había dicho tu nombre en voz alta: "Juan Luis". Me avergoncé, y eso fue lo peor, avergonzarme e intentar quitarle hierro al asunto, burlándome de ti, de nosotros, y de todo lo que habíamos construido hasta entonces. Te fuiste ajando, y ahora ni siquiera puedo encontrar un átomo tuyo.

        No sabría decir cuántas noches hemos pasado juntos, charlando hasta ser vencidos por el sueño, amándonos en un decadente hotel sevillano, intentando hacer para los amigos una cena que debía ser inolvidable, haciendo volar cometas en la playa de Fuenterrabía con Lora. Cuántas veces he tenido que inventarme una justificación para mi cansancio. De fiesta en Hernani, o a la salida del cine, una excusa creíble para evitar tomar el café de turno. Cuántas veces. No había nada más fuerte, ningún deber, que mis ganas de meterme a la cama para estar contigo. Por las mañanas empecé a despertarme con esa única ilusión, trayendo el desayuno a la habitación, hablando y más cosas hasta el mediodía. Fue entonces cuando conocí a Berta, ¿lo recuerdas?; estábamos desayunando en el puerto de San Sebastián, cuando pasó ante nosotros llevando a Lora de la mano.

        Me quedaré a dormir en Hernani, así estrenamos la casa de Izaro. Hace tiempo que no nos hemos reunido los de la cuadrilla, así que hoy mejor si no cogemos el coche. Además en esa carretera siempre hay controles. Sí, hoy me quedaré en casa de Izaro y volveré mañana, para la hora de comer. Juan Luis me ha llevado en coche hasta Hernani y después se ha dirigido a su cita. No, estando nosotros aún en casa, ha venido a buscarle Berta, una hora antes de lo previsto, y he tenido que ir a Hernani en tren. Ha subido a casa y apenas me ha mirado. Juan Luis ha amortiguado la situación, dirigiéndose a mí de manera más amable de lo habitual. Me he asqueado y me he ido. Estoy en Hernani, en casa de Izaro. Hemos terminado de hacer la cena mientras hablamos de hombres. Lo único que se me ocurre reprocharle a Juan Luis es su carencia de malicia. Me ha preguntado por Berta, qué tipo de relación tienen. Le he dicho que Berta sigue enamorada de él, pero que Juan Luis no se da cuenta. Le he dicho que la relación entre Berta y yo es cada vez más insoportable y que solamente el hecho de que Juan Luis y Lora estén en medio impide que yo explote. Cuando ha llegado el resto hemos empezado a cenar. Cada uno de nosotros ha escrito en un papel los deseos que tiene para este año, luego los echaremos al fuego, como es costumbre. He pensado en Juan Luis. Se ha creado un ambiente raro en la cuadrilla, como si cada uno estuviese charlando con sus propios fantasmas. Izaro ha roto a llorar, ha dicho que todo es una mierda y se ha encerrado en el baño. Una hora antes me había parecido que andaba triste, me había dicho que estaba aburrida de todo. No quiere hablar con nadie. He intentado en vano hablar con ella desde el otro lado de la puerta. Ha llegado Koldo. Nos ha pedido que nos marchemos y los hemos dejado a solas. O no, hemos sido nosotros quienes hemos decidido marchar. Hemos vuelto a casa en taxi. Al ver nuestro coche debajo de casa me he extrañado que Juan Luis hubiese vuelto tan pronto. Al entrar en casa y pasar por delante de la sala me ha parecido ver platos sucios y botellas de vino vacías. Me he puesto nerviosa. En el sofá está Juan Luis, y sobre su pecho Berta. Duermen. No, están despiertos, y al verme, Juan Luis da un pequeño respingo. No me parece que esté alterado. Al darle un beso me ha dado la sensación de que está bebido. Berta me ha saludado con sequedad y se ha acomodado en el sofá.

        Oskar comenzó a hacerme bromas, cuando me llamaba por teléfono me preguntaba por ejemplo si estaba ocupada contigo, o mandaba recuerdos para ti. Yo reía, ¿qué otra cosa podía hacer?, ¿te das cuenta de que era lo único que podía hacer? Comenzamos siendo únicamente amantes, era una más de todas mis relaciones de hasta entonces, pero empezamos a quedar, con mayor asiduidad cada vez, y cuando alquiló un piso en la Alameda, aunque quizá tan sólo psicológicamente, me trasladé allí. Desde que volví de Berlín no soportaba vivir con mis padres, y menos aún tras la promesa que hice aquel año: quería quererlos. Darles explicaciones sobre la víspera, ser parte de su acabada relación, testigo de su miseria emocional, todo era demasiado feo. Las veces que no huía de casa me encerraba en mi cuarto, para estar contigo. Tener las llaves de casa de Oskar supuso tener las llaves de un espacio no amenazado, y empecé a ir allí todos los días, aunque él no estuviese. Aprendí a estar sola sin necesidad de estar encerrada, a estar a gusto. Era dulce la ausencia de Oskar, ya que la perspectiva de su retorno llenaba la espera de ilusión. Solía estar viendo películas para mi tesis o tomando el sol en la ventana o leyendo o escribiendo, hasta su llegada. A veces, traía un buen vino, y cenábamos en el balcón, riéndonos del mundo. Otras, cogía una pastilla de jabón y me bañaba, preocupándose por todo mi cuerpo, luego me ponía una crema y perfume, siempre antes de terminar haciendo el amor. El verano se fue de esta manera, de placer en placer, haciéndole a la felicidad un hueco en nuestra rutina.

        No sé ni qué decir ni cómo actuar. Soy demasiado digna como para montar una escenita y echar a Berta de casa. Me gustaría pegarle una bofetada, humillarla delante de Juan Luis. Sin embargo, tras darles las buenas noches les he preguntado qué tal han cenado. Durante un breve instante, me ha dado la sensación de que Juan Luis se iba a poner a tartamudear, pero no, me ha contestado con total naturalidad que al final no han salido, y me ha hecho un gesto discreto, señalando a Berta. Sobre la mesa, colmado de colillas y ceniza, el cenicero. Las gafas de Juan Luis. Bajo la mesa las sandalias rojas de Berta. No me ha gustado ese detalle. No me ha gustado que tenga posados sus pies desnudos sobre nuestra mesa. Es una muestra de poder de Berta, otra conquista realizada en nuestra casa. Le he preguntado acerca de Lora. No, me ha dado un beso de parte de Lora, y me ha dicho que se ha quedado a dormir en casa de una amiga. Berta se arregla bien en euskara, aunque las erres reivindican su procedencia. Es inteligente y orgullosa, y a menudo utiliza ambas características en contra mía. Su barbilla altiva es lo que más odio. Juan Luis se ha levantado del sofá y me ha dado un beso. Estoy alterada aunque intento disimularlo. Les he dicho que estoy agotada, que me voy a la cama. Cualquier otra mujer hubiese dicho, sí, yo también me voy, estoy cansada, pero Berta no es de ésas. Juan Luis viene al dormitorio, a sabiendas de que para mí no es una situación agradable. Me ha quitado la ropa y me ha abrazado. Me ha dicho que me quiere, que Berta está deprimida y le necesita. Que él es su mejor amigo aquí y se siente sola. Cuando se tranquilice la llevará a casa, me ha echado de menos durante toda la noche. Me he mostrado comprensiva, le he dicho que por mí no se preocupe, que estoy bien. Al apagar la luz me he concentrado en sus pasos que se dirigen hacia la sala. Al cabo de un rato una sonora carcajada, de Berta.

        El fin del verano trajo consigo más fines. Yo comencé los cursos, y Oskar comenzó con el horario de invierno. Únicamente nos veíamos por la noche, y la relación fue decayendo decayendo decayendo. Dejamos de hacer el amor todos los días, eso fue lo primero. Había aprendido la lección, la lección de cómo hacer el amor con él, y repetirlo me aburría. Ambos estábamos al corriente de que lo nuestro se estaba marchitando. También habíamos aprendido cómo tenía que hablar el uno al otro. Cómo hacer regalos. Cómo discutir. Cómo hacer daño o no hacerlo. También aprendimos a sorprendernos. Todo estaba aprendido, y no había más que mirar el histórico de nuestra relación para saber qué iba a hacer, decir o tocar el otro. Todo era correcto y civilizado. Todo estaba bien. Me quería y yo a él también.

        Le ascendieron y se compró un coche. Luego la casa. Una noche, como una pareja de abuelos, hablamos de tener un hijo. Al principió me alegré. Volqué toda mi ilusión en aquella idea, una ilusión que debería ser exclusiva de la pareja, volcada en un niño aún no engendrado. Pero tú también tenías mucho que ver, mejor dicho, la ansiedad que me creaba el hecho de que tú ya no estuvieses, y yo no quería construir una vida de la que tú no formases parte.

        Al meterse a la cama me ha despertado, se ha desnudado y me ha mojado con sus besos. Me ha pedido que deje de tomar la píldora. Tengamos un niño. Sí, quiero. Ya hablaremos mañana de Berta. Ya se me había olvidado. O no, hemos hablado ya de Berta. Antes de que yo dijese algo él se ha encargado de desprestigiarla con suavidad, diciendo que es una cabeza loca. Que han cenado en casa, porque cuando iban a salir hacia el restaurante, a Berta le ha dado un ataque de ansiedad. Que se ha pasado toda la noche llorando. Lo ha relatado simulando falta de interés, como si estuviese hastiado de ella. Ya sé que es su manera de tranquilizarme, sé bien que Berta sigue siendo una persona importante en su vida, pero también sé que Juan Luis está enamorado de mí. De mí y no de Berta. Sin embargo he sentido celos al verlos juntos, celos que Juan Luis consigue convertir en ceniza. Es entonces cuando me ha dicho lo de la píldora. Sí. Prácticamente no ha habido gestación. He parido al poco de decirme que dejase la píldora, a la semana, más o menos. Un niño. En el paritorio he tenido a Juan Luis a mi lado, apretándome la mano hasta causarme dolor.

        Apenas recuerdo nada del recién nacido. Ni siquiera sé si llegamos a ponerle nombre. Lo último que hicimos juntos fue una caminata a Jaizkibel: Juan Luis en un día soleado de primavera. Aquel día dejasteis mi vida, tanto tú como el niño. Pensé que sería Oskar el motivo de vuestra desaparición, y le dejé. Una mañana, tras el desayuno le dije que me iba de casa, que no quería ni casa ni casa ni armonía ni hijos. Me dijo que lo entendía, y que si necesitaba algo no tenía más que pedírselo. No intentó persuadirme. Deseé que me preguntase si había alguien, que me diese la opción de pronunciar tu nombre con voz grave, y de paso, dignificar tu figura convertida en comodín para chistes, pero no lo hizo. Me besó en la frente, me dijo que si cambiaba de opinión él seguiría estando allí. Fui al Tánger sin verter una sola lágrima. Me senté en una mesa al lado del ventanal, le pedí café a un camarero de cuya existencia no me había percatado hasta aquel día. Estaba nerviosa. Como la nadadora que ha de renunciar a todo para dedicarse de lleno al deporte, aquélla era la última prueba, sólo cabían dos posibilidades: perder o ganar. Cogí un periódico y comencé a hojearlo, con pausa, hasta dar de nuevo con la mesa de mármol. Pensé en llamar a Izaro y contarle que acababa de dejar a Oskar, pero me di cuenta de que estaba aún en el colegio, y deseché la idea. La última opción que me quedaba era la de reunirme contigo, de hecho, ésa era la única causa por la cual estaba en el Tánger, tantas veces lo habíamos utilizado como plató de nuestras secuencias vividas. Allí, con la mirada perdida atravesando el cristal, invoqué a las cosquillas, centrando toda la atención en el estómago, esperando tu llegada. Pero no viniste. También lo intenté en otros muchos lugares que habían sido nuestros, en el rincón de la playa, en la alcoba de mis padres, en los asientos traseros del autobús, con los ojos cerrados, con los ojos abiertos, antes de dormirme, recién levantada, apenada, indignada, con mi voz más dulce, con amor y con mala hostia, pero jamás volviste.

 

 

© Eider Rodriguez


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