CENIZA

(Errautsa)

 

 

Para Arrate

 

 

Desde que él murió, iba una vez por semana a ver a su abuela Lucía. Así lo acordó Nora con su madre a la entrada del tanatorio, en la tibieza de las cenizas de su abuelo: «Celso Peña Martín falleció el día 27 de febrero de 2005, a los 89 años de edad. Te queremos».

        Las orejas gigantes, la piel de color tierra, el hombre que disimulaba su sordera con risotadas y su boina convertidos en un puñado de ceniza.

        Colocaron el recipiente al lado del chófer y la madre se sentó atrás. «Ahora hay que ir más a menudo a ver a la abuela», dijo Nora en tercera persona, como cada vez que se enternecía delante de su madre. Esta le respondió de un modo similar: «Habrá que hacerle más caso, sí». La madre de Nora nunca se tomaba tiempo para suspirar, tampoco para llorar, y las risas las utilizaba como paréntesis para envolver frases.

        Eligió un recipiente con cruces vascas talladas, y le dijo al cura que el mayor defecto del muerto fue haber nacido en Burgos, y al enterrador con aspecto de enterrador le preguntó dónde tenía que pagar, si aceptaban tarjeta.

        Visitaba a la abuela entre semana, a las tardes, excepto cuando tenía cita en la peluquería. Nora lo hacía los festivos. Durante un año, desde el último día de febrero del año pasado hasta hoy.

        Nora llamaba por el interfono, tres timbrazos cortos que anunciaban su llegada, y abría la puerta con su propia llave. La abuela Lucía siempre aparecía en bata y con los labios recién pintados. Un golpe de olor a limpio la invadía, y tan pronto como respiraba, aquella higiene fabricada se mezclaba con algo que era más agrio, más rancio o más oscuro. Por eso, en casa de la abuela, Nora hacía respiraciones cortas.

        Desde que murió el marido estaba apagada. Su rostro parecía un puño, casi sin ojos, las facciones amontonadas, el cabello blanco y espeso, como el plumaje de un ave. Primero abría la puerta y después encendía las luces, y Nora se preguntaba dónde habría estado hasta entonces: «Con todas las habitaciones cerradas, ¿habrá estado vigilando junto a la puerta, convertida en gaviota?». Tras una leve aspiración, besaba ruidosamente a aquella mujer sin airear y se dirigían a la cocina.

        A medida que la bombilla económica ganaba en intensidad, la abuela se iba endulzando, como si fuera la misma persona de hacía un año. Y no había nada más imposible que eso, ya que un año antes hubiera tenido al abuelo sentado en la mesa de la cocina, y entonces nadie hubiese ido a visitarlos.

        —Café, chocolate, Fanta, Coca-Cola —decía la abuela imitando a los vendedores de refrescos de la playa. Y en cuanto el sonido de insecto de la bombilla económica cedía, el rostro de puño de la abuela se aflojaba del todo—. Mañana va a hacer un año —y se frotó las manos, manos que en comparación con el cuerpo eran demasiado grandes y jóvenes, mirando a su nieta, como pidiendo explicaciones—, un año.

        Mientras la vieja estaba poniendo al fuego un recipiente con agua, Nora le pidió que le hablara de la guerra. De espaldas, Lucía era una fortaleza, un búnker hecho de carne. No le respondió, y Nora paró la grabadora. Había venido con el propósito de hacer el último intento, ansiosa por documentarse para escribir una narración.

        —Qué quieres que te diga, que hacía chicharra, que hacía tanta chicharra que los gorriones caían muertos de las ramas, así, plop, como piedras. —Y la chica le pidió que lo repitiera, que tenía la grabadora apagada—. Hoy no me nace —concluyó la vieja—, otro día. —Y vertió el agua caliente en dos tazones. Lucía tenía aprendida la medida exacta para dos, nunca se equivocaba.

        Nora miraba al reloj mientras intentaba alentar a su abuela. Pasó la hora entera derritiendo la esfera, acariciando la correa. No era una chica frívola y siempre le habían gustado los relojes de agujas: pensaba que el tiempo era eso, un poco de ruido, otro poco de quincalla... Agujas, dolor,muerte, las tres dimensiones de la misma situación.

        —Mañana va a hacer un año —dijo, a semejanza de la blanda maestra que quiere dar más tiempo para pensar al alumno.

        Nora le tocó una mano con el dedo meñique y le preguntó si había estado paseando.

        —No tengo ganas —contestó ella—, ya no tengo ganas de nada. —Una frase sin pesar, con la violencia que adquieren las palabras cuando solamente tienen su significado propio. Las de la abuela eran palabras vírgenes, palabras que estallan, como cuando los niños pronuncian puta por vez primera, palabras con una potencia tal que ninguna reprimenda, ningún argumento pueden silenciarlas. Nora hubiera preferido no escucharlas.

        Sacó el cuaderno del bolso, para escribir aquello sobre los pájaros: «Caían muertos de las ramas, así, plop, como piedras». Hubiera querido escuchar relatos sobre la guerra. Opinaba que la vida consistía en sacarle provecho al tiempo, además le hubiera ayudado a ensamblar alguna narración con cierta épica. Para Nora, el tiempo tenía algún sentido.

        Al levantar el bolso sintió el peso de la grabadora. Hizo ademán de marcharse, con una excusa. Le pareció oler a carne en estado de putrefacción. Un día de estos, también la abuela se convertiría en ceniza. Quién quiere acariciar, amar a alguien que se va a convertir en un montón de ceniza que el viento se va a llevar, alguien que ya ni siquiera es de hueso. Quién puede.

        —Cuando voy a la compra, suelo ver a nuestra vecina Gloria en el secadero —le dijo la abuela, señalando con el mentón en dirección a la residencia. Jamás dejó de decir «nuestra».

        —Es un asilo, abuela, el secadero es para los alcohólicos.

        —He dicho secadero y he dicho bien. No hay más que verlo, ponen a los viejos al sol, para que se vayan secando. Al menos, así decía el abuelo Celso. Cuando los hijos sacaban a Gloria a pasear por la avenida, el viejo solía decir: «Mira qué bien va la marquesa en su carroza».

        La abuela repitió estas palabras imitando la voz del abuelo Celso, con tanta maestría que Nora dio un respingo.

        —Menudo era el viejo —dijo la abuela, y la chica le recogió la mano, del mismo modo que hubiera agarrado una manzana.

        —Me tienes que contar cosas de la guerra, abuela, la próxima vez te tengo que grabar. —Pero la abuela le dedicó unos ojos azulados, y que a la mañana había hecho rosquillas para ella, «por lo menos para todo el mes», si no quería tomar otro café antes de marcharse.

        Lucía empujó la mesa para poder levantar su cuerpo de la silla, y las flores de plástico del tiesto siguieron temblando hasta que Nora cerró la puerta. La vieja le pellizcó la mejilla y le dijo que había salido más vaga que su hermana. Aceptó un abrazo que bien hubiera podido ser el de un boxeador, y volvió a respirar brevemente.

        Con las manos metidas en el bolsillo del suéter y el mp3 en marcha, Nora atravesó la larga avenida, pasando por delante de la residencia de ancianos. Distinguió a contraluz las siluetas de hombres y mujeres que habían sido colocados mirando al río. Era de noche y no verían nada, solamente algún pato a la luz de una farola, y la luna. Un chico joven de andares bailarines iba completando la fila, aparcando geométricamente a los viejos que estaban en las sillas de ruedas. Buscó a la que podía encarnar la marquesa de su abuelo.

        Nora se acordó de las rosquillas que había dejado junto a la puerta, y regresó a casa de la abuela, sin prisa, sin ganas de volver a verla, acariciando el junco blanqueado por la luna, en el mp3 el bandoneón de Piazzolla estallando, montones de lágrimas en los recovecos de los ojos, atragantada con el olor a amoniaco de la vejez.

        Llamó tres veces, subió las escaleras de dos en dos y abrió la puerta. La abuela no la esperaba convertida en gaviota. Tropezó con una toalla que obstaculizaba la apertura de la puerta, percibió un olor metálico y se cubrió la nariz y la boca con la mano. En la mesa de la cocina vio el esbozo de la abuela difuminado por el cristal amarillento.

 

 

Recuerdo que tocaba el cristal con las pestañas, y que con la mano derecha agarré la manilla de la puerta de la cocina, sudaba, sin hacer la fuerza necesaria para abrir la puerta. Vi la silueta de la abuela amontonada sobre la mesa. Tosió levemente, alzando un poco la cabeza. Aun con el morro metido en la boca de la manga, el gas me embriagaba. Devolví la toalla al lugar en el que estaba, mareada. Cogí las rosquillas, cerré la puerta sin hacer ruido, volví a atravesar la avenida, en el mp3 el bandoneón de Piazzolla, la mariposa gorda que estando en un cul de sac quisiera salir volando, como dando fuelle a sus pulmones demasiado pequeños para respirar.

        Me quedé esperando, sujeta a la esfera de mi reloj, mirando al riachuelo que solamente reflejaba el temblor blanquecino del cuello de un cisne. El chico de andares bailarines estaba deshaciendo la fila. Se llevó las sillas como si estuviera en un supermercado. Me comí una rosquilla, jugueteé con una semilla de anís en la boca, imaginé las manos demasiado grandes de la abuela dándoles forma.

 

 

Su madre la llamó al móvil.

        —¿Dónde estás?

        —En la calle.

        Sin lloros, la madre le explicó con una precisión milimétrica lo ocurrido en casa de la abuela Lucía.

        —Para cuando los vecinos han notado el olor y han llamado a los municipales, ya era demasiado tarde.

        Nora trató de expresar duelo.

        —Ven a casa y cenamos juntas.

        Se quedó durante unos instantes al borde del río, el reproductor de música en el bolsillo, escuchando el sonido del agua.

        Pasó a su lado un hombre que había salido a pasear al perro, ensombreciendo con el humo del cigarro el vaho que exhalaba de la boca.

        —¿Me das un cigarro?

 

 

Aquel domingo por la noche volví a fumar.

 

 

© Eider Rodriguez


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