T'ES TRÈS BELLE

 

 

                                ¡Oh, maldición de Malinche!

                                ¡Enfermedad del presente!

                                ¿Cuándo dejarás mi tierra?

                                ¿Cuándo harás libre a mi gente?

 

 

El guardia civil hace pasar a Aitor, a otro abogado y a un voluntario de Ayuda en Acción. Una sala de espera; es imposible decidir si su color está más cerca del blanco o del negro. En una hoja amarillenta se puede leer: «Abogados», «Iglesia», «ONG». El voluntario greñudo de gafas metálicas saluda piadosamente a Aitor, mientras el otro abogado masculla un críptico «Buenos días». Aitor mueve su mirada desde el jersey boliviano del voluntario a la corbata Emidio Tucci del abogado, y se le ocurre que el voluntario tendrá más afinidad musical con él que con el otro abogado, y que seguramente, de vez en cuando, él y el voluntario comerán, aunque no les guste demasiado, tofu, seitán y comida cocinada en wok, y que quizá habrán unido alguna vez sus firmas en alguna campaña a favor de la legalización del cannabis, algo que jamás habrá hecho el otro abogado. Y sin embargo, el voluntario hablará con él, ignorando a Aitor: «José Montoya es un interno que vale mucho y tiene coco —golpeándose levemente la sien con un dedo—, aunque a nivel comunicativo le queda bastante curro por hacer», el abogado comprueba la hora en dos golpes de muñeca, «La parienta piensa que con el nacimiento del peque se va a enderezar», y sellan la charla con una sonrisa cómplice, sacudiendo la cabeza como si realmente les pesara. El funcionario los anima a continuar, como si de una invitación se tratase, y recorren un pasillo acristalado. Aitor tiene la mente en su preso. Cómo decírselo. El voluntario desaparece escaleras arriba tras las pisadas de un funcionario y los abogados se quedan al final del pasillo esperando a sus respectivos presos.

        El dedo índice de Lukas está entre las manos de un funcionario. Este le aplasta la yema ennegrecida contra una ficha, después la de José Montoya, el preso de Úbeda, quien le ofrece a Lukas una sonrisa desdentada: «¿Qué pasa, vasco?». Lukas le contesta: «¡Viva Sabina!», y José rompe a reír con desmesura en mitad del corredor con olor a lejía y a miseria. Aitor le da a Lukas un abrazo breve pero intenso. Cómo decírselo. El funcionario anuncia: «Tienen hasta las doce treinta». Aitor entrega a Lukas una carta que más parece una astucia de pliegues, y este, sin dejar de hablar con el abogado, se la introduce en el ano con la misma naturalidad con la que se ataría un botón.

        —¿Qué tal estás?

        —De puta madre.

        —Estuve con tu viejo, ya se ha recuperado del todo.

        —Ya me gustaría a mí tener su salud.

        —¿Qué tal estáis?

        —Esto es como intentar mantenerse a flote en una sopa para caníbales. El calor que hace por las tardes te enloquece, hasta han aparecido corcones en la piscina.

        —¿Te ha llegado alguna noticia?

        —Sí, claro.

        Aitor saca un cuaderno del bolsillo, escribe algo y se lo muestra a Lukas señalando con el mentón al cielo o al lugar en el que se encuentran los misterios y los dioses. Después, le vuelve a mostrar la anotación.

        —¿Cuándo? —pregunta Lukas nada más leerla.

        —Enseguida.

        —Mientras vosotros estéis comiendo paella en Benidorm o confit de pato en Las Landas, ¿no?

        Aitor ríe, haciendo caso omiso de la estocada, diciéndose a sí mismo: «Menuda gente, menudo pueblo más noble el nuestro».

        Antes de marcharse, agarra al preso del hombro, lo atrae hacia su pecho sujetándole la nuca con fuerza, y con los labios pegados a su oreja, le susurra:

        —Aguanta, la hostia, aguanta.

        El preso iza un puño.

        —Tienes peor aspecto que yo.

        —Estoy agotado. El mes que viene me voy de vacaciones, dos semanas, el año pasado no salí y este año lo necesito.

        —¿A Benidorm o a Las Landas?

        —A Córcega.

        —¿Con la novia?

        —Sí, está harta de mí.

        —¿No será verdad? —se mofa Lukas.

        —Échale agallas, la hostia.

        —Eso o la muerte, no hay otra. La próxima vez te contaré qué opina el resto.

        —Es la única opción, no hay más. Tenemos que hacer explotar la situación, tanto aquí como en la calle; si no, estamos acabados. —¿Y Maika, no te ha dado nada para mí?

 

 

El abogado ha conseguido billetes de avión baratos por internet, Biarritz-Ajaccio, y en cuanto el mensajero los lleva a casa, se dirige al dormitorio, la chica aún dormita, y apoyado contra el quicio de la puerta los sacude, mira lo que ha conseguido tu hombrecito. Ella se hace la sorprendida, y le pide que se acerque a la cama, ven aquí, le suelta el cinturón, le mordisquea el ombligo, le aprieta las nalgas con sus frías manos, le estira el vello con los dientes.

        Lukas destapa el bote de Cola Cao y acerca la nariz, con cierta repugnancia. Un compañero navarro le ha asegurado que desayunar kéfir es muy saludable, y observa cómo flota el hongo con aspecto de coliflor. Por las noches oye su respiración y se le antoja el sonido más tenebroso de todos los que se pueden escuchar en la cárcel. Preferiría beber leche con cacao, pero quiere reunir fuerzas para la huelga de hambre, y cuela el yogur con la venda que utilizó para el esguince de muñeca, lo mezcla con tres cucharadas de azúcar y se lo traga mientras contempla al hongo, cuánto ha engordado, por qué respirará haciendo tanto ruido, cómo decirles a los compañeros lo de la huelga de hambre.

        Están haciendo cola para facturar el equipaje, Aitor viste una camiseta con flechas que señalan el mapa del País Vasco, la mochila entre las piernas; Aitziber, sentada sobre la tienda de campaña, con el Gara bajo el brazo. Ha elegido una vestimenta sport para el viaje, pero no está acostumbrada a ese tipo de ropa, y le vienen a la mente las palabras de su madre: «No hay nada más ordinario que una mujer en chándal». Aitor observa a los hombres y mujeres que forman la fila —«Todos estos gabachos hijos de puta van a dejarse sus ahorros en hoteles que en cualquier momento pueden explotar»—, también ha tomado asiento sobre la tienda, ha abierto el Lonely Planet y se ha puesto a leer.

        El preso abre el periódico de hace dos días y descubre que acaba de cumplir años, una foto de su cuadrilla y «Felicidades, Lukas» en tipografía negra, Peñas de Aia de fondo, y a un lado Maika con su perro, yo cuidaré de él mientras estés en la cárcel. Y siente el impulso de sacar a Maika de esa foto y de guardarla en el interior de un libro como si de un recortable se tratase, aunque no la mirará salvo en situaciones realmente necesarias, 150 gramos; solo si las fuerzas le abandonan, 120 gramos; aún son amigos, 20 gramos. Como si fueran puñados de maíz, pone sobre la balanza las ganas y las dudas de guardar a Maika recortada, y saca las tijeras de juguete del estuche. 220 gramos: cuando termine con la huelga ya tendrá tiempo de superar la separación, y la pega en una cartulina naranja, a ella, a Wilco y un pedazo de montaña. La próxima llamada será para ella.

        Mira fijamente las botas de trekking que acaba de estrenar, y con el pulgar sacude el polvo que han acumulado en la punta, «Será por eso que se les llama maquis a los guerrilleros del 36, es el nombre de la zarza que cubre la isla, macchia en corso». Aitziber simula interés e intenta prestar atención a la disertación. «Napoleón solía decir que era capaz de reconocer su patria por el olor a macchia que desprendía». Le dará una tregua, la oportunidad de demostrarle que realmente ha cambiado. «... pero no le dejaron hacer la prueba, murió desterrado en Santa Elena». Aitor habla con el tono que pone cuando está diciendo algo interesante. «Espero que haga sol, quiero achicharrarme, además de montaña también quiero playa», dice ella ahora, y Aitor le acaricia la rodilla. Aitziber decide que esa caricia será el pistoletazo de salida, si es verdad que ya no es el mismo lo tendrá que demostrar, la carrera comenzará con ese roce y finalizará con el aterrizaje en Biarritz. Trece días y siete horas en total.

 

 

En Ajaccio se dirigen a casa de Roger, el amigo de A Cuncolta. Nada más bajar del taxi, el hombre con aspecto de cazador se abalanza sobre Aitor y lo abraza, primero a él y luego a ella: «Elle n'est pas si moche ta copine». Lo ha dicho mientras sujetaba el rostro de Aitziber con ambas manos, enderezando las cejas, y Aitor ha sonreído: «Dice que no eres tan fea como le dije», y la chica acepta el cumplido del barbudo con manos abiertas, haciéndose la tímida, con el sonido del cronómetro en su cabeza, tic-tac-tic.

        La saludará diciendo que previamente ha llamado a su madre y a otras dos personas, pero que no le han contestado y que por eso ha marcado su número, etcétera. Se lo tiene que decir sin titubear, he llamado a mi madre y a un par de personas más pero no me han contestado, ¡la gente es un desastre!, por eso te he llamado a ti. Personas, es importante no aclarar de qué sexo. Y que se encuentra con fuerzas, que han comenzado hoy, que la víspera tuvo antojo de horchata y de pipas, y que durante el tiempo que dure la huelga su kéfir estará mejor alimentado que él. Y Maika de un humor irreprochable, como si estuviera jugando con Wilco en algún merendero durante una tarde de verano, a pesar de que le ha dicho que está en la oficina, desesperantemente amistosa, apoyándose sobre la palabra cariño una y otra vez, aunque ella sabe que hace ya dos meses que debería estar prohibida. Ánimo, cariño, llámame siempre que te apetezca, te echo de menos, cariño. En cuanto cuelga, Lukas sopesa la conversación telefónica: he de tomar distancia, 160 gramos; seguimos siendo amigos, qué demonios, 50 gramos; y antes de arrepentirse toma el recorte de Maika y lo introduce en el libro que está leyendo: Vigilar y castigar. El funcionario ha dejado la bandeja con el desayuno frente a su puerta: un pastelito Martínez, café con leche, dos rebanadas de pan, mantequilla, mermelada. «Estamos en huelga de hambre, Jimeno». El funcionario limpia las gafas con el borde de la camisa y le responde: «Nadie le obliga a comer».

        La esposa de Roger frota sus manos granates contra el delantal y abraza a la pareja recién llegada. El sudor delata que viene de gobernar los fogones. Llena de orgullo, los invita a pasar al comedor y les muestra los platos que ha preparado.

        Lukas tiene la botella de agua apoyada en el ombligo, la mirada en el techo, la mente más allá. Lleva tres días sin ingerir nada excepto agua, y se siente hambriento, desagradablemente hambriento. Araña la etiqueta hasta romperla, y recuerda a Maika diciendo que ese gesto es síntoma de deseos sexuales no satisfechos. Lo dijo mientras comían con la abuela de Lukas, y esta se bendijo, Díos mío, esta chica... A Lukas le atraían los disparates de Maika, aquella costumbre suya para decir inconveniencias en las situaciones más inconvenientes, y saca la penúltima botella del paquete de doce que ha comprado en el economato, en el mismo instante en que Aitor, Aitziber, Roger, su hermano barbarroja, la esposa y dos compañeros del Partido se han sentado a la mesa. Un bol de madera con lechuga y berros para cada comensal, paté, morcilla, ragoût de jabalí, vino tinto y pan casero. Roger se levanta, sirve el vino, y, atusándose la barba, repite lo aprendido en el País Vasco: «Salud y Libertad». Entrechocan sus vasos sobre el ragoût humeante y Aitziber abre la veda hundiendo su cuchillo en el paté. El hermano de Roger le susurra: «C'est du paté de merle», y Aitor, con toda su atención dirigida a ella, traduce que se trata de paté de mirlo, sin saber muy bien a qué tipo de ave se refiere.

        Tras colar el kéfir y añadirle más leche, le desea las buenas noches. Los rastros de hongo arracimados en el desagüe le agrian la garganta; Lukas sueña con tomar un Cola Cao caliente y oscuro. Llevan seis días de huelga de hambre y le duele la cabeza. En el patio, se reúne con Fermín y Galder, que están sentados en un rincón. Fermín, con el periódico sobre sus rodillas, lee en voz alta una columna que habla sobre su huelga. Cuando llega Lukas vuelve a leerla desde el comienzo. «Mira lo que dice este hijo de puta, Arruti». A pesar de que Fermín es dieciséis años mayor que él y Galder de una generación posterior a la suya, siente que la prisión ha igualado sus edades. Tienen las botellas de agua a la sombra, con las etiquetas arrancadas, ellos también. «Qué puta hambre», grita Galder a la vez que le hace un placaje a Lukas, y, en el choque, se vierte el agua de una de las botellas, formando un riachuelo que llega hasta los polvorientos zapatos de un funcionario.

        Aitor y Aitziber se dirigen a Sagone en el coche que les ha prestado el hermano de Roger. En su interior suena un casete de Canta U Populu Corsu, y Aitor agita hacia arriba y hacia abajo el brazo que le cuelga de la ventanilla, imitando la voz del barítono. Aitziber, con las piernas desnudas apoyadas contra la luna, arranca los pelitos que encuentra con la punta de los dedos, y piensa que quizá sí, quizá merezca la pena volverlo a intentar, es un buen tipo, inteligente, de hermosa mirada y dulce sonrisa. Al cabo de algunos kilómetros, aparcan el coche frente al pequeño muelle de Sagone. Sopla un aire caliente y denso. Con los equipos de buceo a las espaldas, buscan al joven que organiza excusiones de submarinismo. Viste un chándal Adidas, cortado por la rodilla. Lo único que les dice es «Dos horas, doscientos francos» en un torpe español. A la media hora de hacerse a la mar, el joven apaga el motor y saca una cerveza de la nevera. «Ici», dice, de pie en la borda, señalando con el mentón un pedazo de agua. Le pega un trago a la botella y, dejando entrever por vez primera que está algo achispado, les aconseja que se oculten de los tiburones. Aitor es el primero en zambullirse. Cuando sale a la superficie, anima a la chica a saltar, y esta, con las aletas y el tubo puestos, se deja caer.

        Lukas observa el recorte de Maika a contraluz, y se le ocurre que quizá así consiga verle las bragas por debajo del vestido. Desde que está preso a menudo tiene ese tipo de ocurrencias. A veces piensa que está a punto de enloquecer, y entonces se acuerda de las palabras de José el de Úbeda, el mismo que acuchilló en el hígado a su abuela: «¿Comes mierda? Pues entonces no estás loco». Décimo día. No le apetece llamar a casa y decirle a su madre que se encuentra bien. Tampoco saldrá al patio, sus compañeros están escribiendo un cuaderno con recetas de cocina, y cada vez que escucha el nombre de algún alimento, empieza a segregar jugos gástricos. Por las mañanas pone la botella bajo el grifo de la celda, ya que el sol convierte la celda de hormigón en un horno, pero a medida que el día va avanzando los rayos de sol traspasan los muros y alcanzan las cañerías del penal, haciendo que hasta el agua del grifo salga caliente. Ha tirado el kéfir por el retrete, el solo hecho de imaginárselo le provoca náuseas. Comienza a escribirle una carta a Maika, pero no es capaz de tomar una decisión sobre el saludo a elegir, y abre el libro en la página en que lo dejó la noche anterior.

        Aitor observa a los franceses que, gordos y rojos, pilotan motos acuáticas. Aitziber le suelta el cordón del bañador e intentan hacer el amor bajo el agua, ahora que el joven capitán está tumbado en la cubierta del barco tomando el sol y fumándose un canuto. Pero desisten, el vaivén de las olas les impide acertar. El deseo y el sol les colorea las mejillas, Aitor le dice que la ama, que le devuelva el traje de baño; Aitziber le contesta que ella también, y, liberada del abrazo, nada hasta el barco. Aitor sabe que aun dejándose la piel no conseguiría atraparla y se conforma con verla alejarse. Aitziber da unas caladas al porro del joven, piensa en la vida que llevaría de juntarse con alguien como él, y lame con la lengua el salitre que le ha quedado bajo el labio. «T'es très belle», le dice el joven, y Aitziber se percata de que, desde el primer instante, ese y no otro ha sido su cometido, hacer pronunciar al joven esas palabras acerca de ella. Aitziber señala el delfín que salta allá en el horizonte.

        «Hay que recordar también que el movimiento para reformar las prisiones, para controlar su funcionamiento, no es un fenómeno tardío. No parece siquiera haber nacido de una comprobación de fracaso debidamente establecida. La reforma de la prisión es casi contemporánea a la prisión misma. La reforma de la prisión es casi contemporánea a la prisión misma. La reforma de la prisión es casi contemporánea a la prisión misma. La reforma de la prisión es casi contemporánea a la prisión misma. La reforma de la prisión es casi contemporánea a la prisión misma». Le cuesta entender lo que lee y se pone a barrer. Desde la celda contigua le llega la voz de Galder: «Arruti, ¿para la bechamel hace falta levadura?».

        Al volver al camping, escriben postales con imágenes de la arrogante costa corsa, una de ellas dirigida a Lukas. La escriben con ganas de terminarla, a sabiendas de que están siendo más épicos de lo que deberían. Aitziber le cuenta a Aitor que a pesar de que las vacaciones están siendo bastante divertidas, no sabe realmente si desea arreglar con celo algo que hace tiempo se rompió. «Ando en busca de la verdad», le confiesa, y escucha tic-tac-tic en su interior, cada vez más suave, cada vez más suave. A continuación le viene a la mente la imagen de Aitor nadando hacia el barco, por lo que más tarde escribirá en su diario: «La compasión es la perdición de los amantes».

        Lukas y Galder cuelgan la ristra de botellas vacías de celda a celda, ya va la séptima. Han traído al economato una marca nueva que a Lukas no le gusta, sabe a metal, y lo que es aún peor, a su cuerpo le cuesta asimilar cualquier tipo de agua. En el periódico, una enjuta columna trae noticia de ellos: Aratz Gojenola está en enfermería, Amaia Iradier y Edorta Rojo han dejado la huelga de hambre por motivos de salud, el Athletic ha machacado al Betis en San Mamés, han prohibido un campeonato de bertsolarismo, en Osaka cuarenta y siete personas han muerto por culpa de un terremoto. En televisión van a dar Las bicicletas son para el verano y Lukas tiene un plan para acompañar al insomnio que hace ya tres días que lo persigue: por la tarde escribirá a Maika diciendo que difícilmente conseguirán mantener la amistad, que ni siquiera tiene fuerzas para mentir. Le han salido moratones en los huesos de la cadera y heridas en las nalgas, de estar tumbado. Tiene frío, a pesar de que en el exterior un sol blanquecino marchita la hierba. Toma la segunda ducha caliente del día.

        En las montañas de Corti celebran el Encuentro Internacional por la Independencia de los Pueblos, y desde A Cuncolta han invitado a Aitziber y Aitor para representar al País Vasco. Además de corsos y vascos, solo hay bretones. En el descampado hay montones de banderas de pueblos sin Estado y pancartas, una carpa con un pequeño tablado, algunos globos y un kiosco. Aitor escribe su discurso sobre un mantel de papel, mientras bebe Pastis y mordisquea lonchas de embutido de jabalí. Pide a Aitziber su aprobación y cuando ella le advierte que las palabras oprimido y represión se repiten en demasiadas ocasiones, él se enfada. Al final, se ha suspendido la «Iniciativa para la socialización del conflicto vasco», ya que, para alegría de Aitziber, no ha llegado ningún periodista; sería demasiado peligroso, en ese momento de la relación, ver a Aitor en tal brete, se dice. Un solo gesto podría empujarla a tomar la decisión, y otra vez el sonido de las agujas. Han continuado bebiendo vino y Pastis y comiendo embutido hasta la hora de comer, y Lukas le ha dicho a Galder que a partir del décimo no vale la pena contar los días, que una huelga de hambre de más de diez días es una huelga de hambre larga y punto.

        Está barriendo la celda por tercera vez. Lleva la manta anudada al cuello como si fuera una capa, un corrido entre los labios, y el recuerdo de las palabras de su abuelo: «Dichoso aquel a quien le guste cantar». Todavía es mediodía y hasta la noche no hay nada que le vaya a interrumpir el día, leer le produce jaqueca y la música le trae recuerdos, y ahí y ahora, hasta los mejores recuerdos se convierten en malos solo por el hecho de ser recuerdos. Así es la melancolía. Traduce los corridos al euskara mientras barre y el efecto conseguido le arranca una sonrisa. Abrazado a la escoba, rememora aquello que no le ocultó a Maika, y que quizá haya terminado sabiendo. Quizá todo se deba a eso. Se acuerda de haber delatado cuando era niño al tonto de clase en nombre de la justicia. Le viene a la memoria un anochecer con su anterior novia, habían quedado en la entrada de un cine, y a medida que la veía acercarse entre la lluvia, con el cabello pegado a la cara, las piernas arqueadas y andares que pretendían expresar seguridad, Lukas sintió una especie de lástima y se escondió en un callejón. Y la mentira que le dijo a un compañero, que no podría acudir a la cita porque tenía gastroenteritis y si podía hacerle el favor de ir en su lugar. Y la que le dijo a la dueña de la casa en que se cobijó durante un tiempo: «No tengo novia». Y a un amigo, que sí había leído a Foucault pero que era muy malo con los títulos. Intenta someter su mente a la letra del corrido, lejos de los recuerdos, en vano. La maldición de Malinche. Y de la mentira que le dijo a Maika, que nunca pasó nada entre la dueña de la casa y él. Rendido, se tumba sobre el colchón, la escoba apoyada contra el ventanuco, como una pareja de baile abandonada. Más que hambre o frío tiene una sensación de soledad, como si guardase en su estómago los llantos de toda una guerra, o como si estuviese convertido en un pedazo de carne en medio del desierto que ni siquiera los buitres se quisieran disputar. Y todavía son las 10.53 de la mañana.

        Es de noche y el concierto que un grupo de rock bretón tenía previsto ofrecer se ha suspendido a causa de la borrachera del cantante. El hermano barbarroja de Roger ha reunido bajo la carpa a un grupo de amigos, y simulando con sus gruesos dedos a un director de orquesta, ha conseguido poner a cantar a diez o doce hombres hercúleos. Se trata de canciones populares, Aitor conoce algunas de escuchar Canta U Populu Corsu. Animado por el vino, él también se pone a cantar, intentando ignorar el ritual de apareamiento que está llevando a cabo Aitziber tras el rastro de un joven con aspecto de leñador. Roger ha notado que algo no va bien, y, agarrando a Aitor del cuello, lo ha conducido a la carpa. El pelirrojo aúlla en medio de una canción, el grupo eleva la voz, el hermano de Roger saca un fierro y se pone a saltar y a disparar contra el cielo rosado, y en lo que parece ser el momento más emotivo de la canción, algunos de los que están bajo la carpa y otros que siguen bebiendo en el descampado empuñan sus armas y se ponen a disparar ellos también, algunos a la noche, otros a la carpa, con gran algazara, con las jarras de vino en alto, brincando. Roger le ofrece la pistola a Aitor: «Prends-la, elle fait pas du mal», y, temeroso, como los inocentes de película que posan una mano sobre la Biblia, Aitor pone una mano sobre ese metal que nunca antes había tocado, y ante la mirada aprobatoria de Roger deja el vaso de vino sobre la mesa y dispara contra la cruda noche, con humor más festivo cada vez, como si en la palma de su mano, en vez del poder, tuviese la libertad.

        Su boca sabe a animales muertos y a hambre; la vista se le nubla nada más ponerse a leer. Quiere pasar en la cama todo el tiempo que pueda, gastar la menor cantidad de energía posible, chocarse con el menor pedazo de realidad posible. ¿Comes mierda?, la pregunta da vueltas en su cabeza, ¿comes mierda? Finalmente, encima del lavabo, pega la tapa de una caja de galletas y escribe con témperas: «Si no comes tu mierda es que no estás loco», y, no sabe por qué, cada vez que lee la frase se imagina a Clint Eastwood pronunciándola mientras el sol le molesta en los ojos. Ha de bajar al patio a estar con los compañeros. Fermín tiene dolores de cabeza muy fuertes, y la noche anterior les confesó que no sabía cuánto más podría durar. Lukas siente que no dio al amigo el apoyo necesario, y ese sentimiento ha alimentado su insomnio. Aún no han repartido el correo, pero es posible que hoy reciba carta de Maika.

        Aitor se ha despertado en la parte trasera de una furgoneta, en medio de un amanecer violeta, con la bandera corsa a modo de falda, entre el cantante de rock y el leñador, con las botas de trekking puestas. Aitziber juega a las cartas con el hermano de Roger, están sentados sobre el tablado, ella lleva ramas y flores atadas en la coleta. Maika ha escrito la última frase en el cuaderno cuadriculado: «Creo que me he vuelto a enamorar, Lukas... Y además de ti».

 

 

© Eider Rodriguez


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