CARNE

(Haragia)

 

 

Para Nerea, Kepa y Zigor

 

                                Y decirte que todo está igual, la ciudad,

                                los amigos y el mar, esperando por ti.

 

 

No sé si se debe a la brisa marina o a la frustración que me crea ver tanta hembra fresca tan cerca y tan lejos, pero esta perspectiva me sirve, sacio mi hambre a través de la escritura. La playa de Hendaya, de día, es un sentimiento, esta ciudad que no es nada, que no está en ningún lugar, que pertenece a gentes que no son. Hospitales, aeropuertos, campos de concentración y la playa de Hendaya. Más que por la claridad o por el bramido de este lugar, mi pasto está compuesto por el micromundo que habita este rincón, un mausoleo vivo que representa todas las tendencias del país, desde la izquierda hasta el centro.

        Aquí, bajo este sol pleno y puro,me libero. En mi opinión, el sol sirve para eso: te va abrasando en silencio, si afinas el oído podrás escuchar las chispas y ese olor a quemado. Porque el sol duele, y ese dolor eclipsa los demás dolores.

        Me gusta la zona rocosa de la playa: las gaviotas se posan sobre los huecos que ha dejado la historia en las peñas, Las Gemelas entorpeciendo el nacimiento mayestático del horizonte. Hoy en día, esos a los que llaman homosexuales se han adueñado de esta parte de la playa; tan pronto extiendes la toalla se tumbará a tu lado algún culo estrecho de pecho adolescente. De cualquier manera, siempre ha sido un lugar sin igual para ver mujeres tersas y sacar provecho de esas que con ojos viscosos y dientes a puñados proclaman «¡Es natural!», siendo el único precio a pagar el tener que mostrar la propia desnudez. No sale caro.

        Milagros de la memoria retroactiva: soy capaz de recordar aquel día como si fuese hoy. Eran las diez de la mañana y, aunque el sol abrasaba, la playa estaba casi desierta. A un lado, los falsettos de los parisinos charlando sobre problemas domésticos con maneras de quien habla de cosas serias, como el carácter económico de los ejes mundiales. Al otro lado, un par de zapatos junto a una joven yegua, dando a entender que no había ido sola. Empujé las gafas de sol hacia la punta de la nariz para observar con mayor claridad: veinte años y sin petachos blancos sobre su cuerpo. No se trataba, pues, de alguien que buscaba nuevas sensaciones en la playa nudista. Ulises se acercó desde la orilla, envuelto en neopreno, con el arpón erecto. Se desenfundó la vaina en medio segundo. He de reconocer que él también era un buen trozo de carne. Revolvió su pelo mojado sobre la chica, e imaginé sus sorprendidos pezones hiriendo aquel cuerpecito. Parecía como si los pechos le hubiesen crecido la víspera. Más allá, una mujer pálida y un hombre negro de unos treinta años, tumbados sobre la hierba. La mujer llevaba una gruesa capa de crema en el rostro. Tenía el cabello rojizo recogido en un pañuelo de estampados africanos. El hombre miraba el mar apoyado sobre los codos, y aunque sabía francés, hablaba desde la garganta, como a golpes. La chica estaba boca abajo, la cabeza sobre sus manos, y agitaba las pestañas durante los silencios del negro. Le escuchaba con admiración, vigilando en derredor de vez en cuando. No conseguí oír lo que decían, pero entendí «mon pays», un «mon pays» rotundo y lejano que salía de su oscura garganta. La pelirroja, cada vez que el hombre pronunciaba esas palabras, le acariciaba el muslo, maternalmente, diría yo. Estaba claro que se trataba de un cassos, de un cas-social, como las llaman aquí. También yo he conocido alguna que otra infeliz como esta, también yo he sabido beneficiarme de su enfermedad; pero si algo he aprendido es que todos esos polvos no compensan la décima parte de la ayuda psicológica que hay que prestarles. Podía imaginármela contándoselo a los compañeros de trabajo, vestida con ropa étnica, «Ahmadou nació en Costa de Marfil y vino a Francia hace dos años, su país está muy muy mal», etcétera. Verborrea bajo la hipnosis ejercida por el pene pendular del negro, todo el pseudoizquierdismo de aquella mujer, el esfuerzo realizado durante toda una vida para liberarse como mujer destruido por la capacidad hipnótica de aquel hombre, para quien, por otro lado, las mujeres no sirven más que para mantener ordenada la choza y hacer perdurar la raza. Estaba escribiendo algo parecido, calentándome a medida que el bolígrafo rasguñaba el papel, imaginándome la media sonrisa del pequeño lector que llevo dentro.

        No lo pongo en duda: la mía es una filia extraña. Aún no soy capaz de comprender por qué acepté este trabajo. Me desagrada pensar que pueda ser por necesidad de afecto. Y realmente no creo que sea así. Es algo más cercano al sexo. Durante mucho tiempo he tenido como objetivo hacer reír a las mujeres, al principio a través de la charla, más adelante a través de la escritura. Con el paso del tiempo, los objetivos se han ido difuminando, y ahora solo me queda la costumbre de tener que hacer reír. Pero estos días he recordado cuál era la motivación que me llevó a ello: el ansia de dejar al descubierto sus encías. Hubo una época en que solo me calentaba al ver aquella carne húmeda, antesala del sexo. Y hacedme caso, no hay manera de equivocarse: las encías granates anuncian coños frescos y saludables, y las parduzcas, en fin..., mejor dejar a un lado ese tipo de recuerdos.

        Un hombretón se me acercó pidiendo fuego. Al ofrecérselo me topé con su prepucio y, más arriba, con su mirada de cejas depiladas. Parecía un capullo de rosa, y a mí no me gustan ni las rosas ni los capullos. «Mechi», me dijo, haciendo uso de un vocablo pasado de moda.

        Estoy tratando de averiguar qué sucedió aquel día, en busca de la combinación cósmica que me dejó convertido en este monigote que soy ahora, es por eso que intento ser lo más preciso posible en mi relato. Y es que fue entonces. Sintiéndome amenazado por el apéndice de aquel tipo, se me ocurrió que quizá estuviese envejeciendo. Olí mi brazo enrojecido, un olor que sin crema se percibe a la perfección. «Agua —pensé—, me voy al agua». Me puse el bañador y me incorporé. Por el camino, me esforcé en cazar la mayor cantidad de belleza posible, volviendo al horizonte la mirada después de cada pieza, una mirada que intentaba imitar la de un marinero curtido por el salitre y el sol (no deseaba que me confundieran con uno de esos pobres diablos que van a la playa a hacerse pajas).

        Sobra decir que no hay nada más lamentable que los primeros metros de mar, las vulvas despobladas de las viejas, ancianos haciendo estiramientos, madres con tripas aún colgantes con sus crías en brazos, jóvenes manoseados y algas que te acorralan. En cuanto alcanzo la profundidad mínima, nado lo más rápido posible, hasta quedarme sin aliento, hasta llegar lo más lejos posible. Al principio pensé que se trataba de uno de esos parisinos que hacen bodyboarding, pero toda aquella carne muerta no podía ser sino la de un ahogado. Y sin embargo, no sentí nada, nada. Lo agarré de las axilas, tendría unos siete u ocho años, un niño flacucho, pálido, frío. Las pestañas, dos insectos aleteando. Lo puse sobre mi pecho y lo llevé hasta la orilla. Estaba desnudo. Grité: «Au secours, au secours», con una falta de pudor que me dejó sorprendido a mí mismo. Un anciano, despertado a la fuerza de su letárgica gimnasia, sacó de la riñonera el móvil, y sin turbarse demasiado, pidió ayuda. Yo, mientras tanto, sujetaba al muchacho como si de un atún se tratase. Se acercaron dos CRS, vestidos con gorra y manga corta. Uno de ellos tenía bigotito, y daba órdenes a través del walkie, a tres o cuatro metros de nosotros, sin acercarse. Tumbé al niño en la orilla, aún envuelto en mi abrazo. Se le podían percibir las venas bajo la piel, los labios parecían bayas silvestres, el pene había sido borrado por el frío, estaba hermoso al borde de la muerte. Después vino el médico y, agitando los brazos, ordenó que nos marcháramos. También se nos había unido la pareja mestiza, la chica observaba al niño con una ternura muy trágica, como deseándole la muerte, el negro al mar, son pays en la memoria de sus ojos. Y más gente, casi todos desnudos. Los CRS, dispuestos a dar órdenes con alegría, dispersaron a la gente, incluso a mí.

        Cuando le hicieron el boca a boca, conseguí verle las pestañas. Yo deseaba que volasen, nada más, solo verlas volar. De fondo, el gemido del viento y de las gaviotas, y algún rugido de walkie. Confieso que estaba asustado. Las mujeres se habían llevado la mano a la boca, los hombres estábamos en jarras. Entonces una tos seca, dos toses, un chorro de agua de su boca amoratada, un líquido viscoso, los suspiros de los congregados. Después se oyó algún tímido aplauso (a pesar de que hoy algo así me resulte difícil de creer), y la gente se fue alejando poco a poco.

        Se me acercó un CRS con un cuaderno. Necesitaba mis datos, hacerme algunas preguntas, me dijo simulando gravedad. Si yo era el padre. Fue entonces cuando llegó una mujer, corriendo, gritando, desnuda. Sus pezones eran de color violeta, se abalanzó sobre el niño, poniendo todos aquellos kilos de carne sobre la criatura, haciéndonos testigos de sus aberturas. El médico, en mi opinión sobrepasado por la escena, la agarró del brazo: «Dégagez, laissez-le tranquile, madame».

        Lo llamó Beñat, eran de Navarra. Únicamente quedábamos en escena el médico, los policías y yo. El de bigotito agarró a la madre del brazo y, señalándome con el dedo, le dijo que fui yo. La mujer se me acercó con pasitos cortos pero rápidos y me abrazó con fuerza. En aquel preciso momento una ola rompió en mis tobillos y pude sentir la brisa en los empeines, y ella, toda aquella carne reventada contra mí, y yo, sin saber dónde poner mis manos, y sus mechones con olor a henna enredados en mi nariz. Se llama Beñat, me dijo girando la cabeza hacia el pálido niño que yacía sobre la arena, y yo soy Karmele, continuó. La sensación de sus mullidos pechos se había ya convertido en emoción. Karmele me besó dos veces más. A continuación vino el médico, asegurando con arrogancia que había sido cuestión de segundos, me tendió la mano, y la mujer comenzó a suspirar, y el niño se levantó del suelo, con la espalda cubierta de arena, el torso amoratado. Tenía una belleza inquietante, los ojos verdes, la blancura de las gaviotas en la piel. Los labios iban adquiriendo su tonalidad. Tenía, no sé, cierta mirada. El médico lo cubrió con una toalla, como si a él también le hubiese resultado lascivo. Este hombre te ha salvado la vida, le dijo la madre, y el niño, con voz lacrimosa, me dio las gracias. Madre e hijo me observaban con las manos entrelazadas y las miradas palpitantes.

        Algo alterado, volví a mi toalla. No sabía qué hacer, continuar allí estaba fuera de lugar. Había cada vez más gente en la playa y perdí de vista a Karmele y a Beñat. Me vestí y me largué. Al pasar al lado de la pareja mestiza, el negro, con un francés que le dejaba al descubierto la parte interna de los labios, le dijo algo a la chica acerca de unos tipos que se habían reunido allí para tocar los timbales. Ella le dijo que no fuese malo, que aquellos jóvenes amaban África: «Ils aiment l'Afrique ces jeunes!». Lo recuerdo perfectamente, no sé por qué, pero soy capaz de guardar en la memoria durante años los diálogos más insignificantes. Sentado sobre el pretil, me quité la arena de los pies con la punta de la toalla y me puse los calcetines. Extendido el malestar del interior de los zapatos al resto del cuerpo, me propuse llevar chancletas la próxima vez que fuese a la playa. Así fue, desde entonces vengo a la playa en chancletas. Eso también ha cambiado. Tras caminar durante un rato, avisté a Karmele y a Beñat: estaban sentados en la arena, la madre tenía al niño envuelto en una toalla, no hablaban, observaban el mar. De no haber sido por la arena que tenía entre los dedos de los pies, me hubiese sentido bien, pensé, y caminé hacia el coche, agarrando con la mirada aquella imagen que iba mezclándose con la arena, sin el valor suficiente para soltarla. Para entonces, la emoción creada por su carne me atoraba.

        Era la época en que estaba preparando las oposiciones. Me alimentaba a base de sopas deshidratadas y paninis. El día en que sucedió lo de Beñat, Eve, la vecina, me dijo que había decidido hacerse una liposucción y que por eso me traía aquella caja de batidos energéticos, ya no los necesitaba, así yo tendría diferentes sabores con los que acompañar mis comidas. Eve siempre encontraba alguna excusa para tocar el timbre. Y siempre venía en bata. Los acepté y nos acostamos. Con ella nunca hablaba demasiado, pero aquella vez, después del acto y mientras buscábamos el cinturón de su bata, se lo conté. Se lo conté en el momento exacto en que ella rebuscaba bajo la cama, mientras yo observaba el balanceo de sus ubres, y ella me contestó que al menos por una vez había podido sentir qué significaba ser un héroe. Después me dio un beso forzado. Cuando salía de casa nunca parecía la misma que había entrado.

        Desde aquel día, vengo a diario. Puedo pasar horas escrutando a los paseantes. Los sujeto con la vista y no los suelto hasta que llegan al final de la playa. El final es lo más grandioso. Suelo quedarme a la espera de ver qué movimiento realizan para dar la vuelta, cuándo deciden pararse porque entienden que ese pedazo de arena y no otro representa el final de la playa. Hay quien gira sobre los talones, a veces con un movimiento circense; otros dibujan sobre la arena una parábola húmeda. Resulta bastante lamentable. Algunos llegan hasta las rocas y tocan una piedra con la palma de la mano, sin ni siquiera preguntarse qué demonios están haciendo. Para los paseantes de la playa hay una única opción elegante, y sé de qué estoy hablando: al llegar al final, el caminante ha de quedarse mirando al mar durante un rato, y lenta y discretamente, tras un tête à tête con el horizonte, entonces, solo entonces, desandar el rastro. Pero perdónenme el excursus.

        Siempre he vivido en conflicto con la estética, quizá ese sea mi problema.

        Después de lo de Beñat, todo cambió. Vivía sin el afán de poner al descubierto las encías de mi pequeño lector, una especie de avaricia se apoderó de mí. Estaba descorazonado. Tras lo de Beñat, el tiempo se me iba esperando, y en vez de tomar notas escribía poemas, de una anacronía tal que hasta yo mismo me sentía rejuvenecido. No se me ocurría nada más que esperar a que Karmele y Beñat volviesen.

        Hoy he recordado las palabras de la vecina, que desde que se operó llama a otra puerta. Un héroe, quizá esa sea la palabra.

 

 

Llevo dos meses y una semana sentado en este pretil, con los ojos a flor de piel. Ayer llegó el día. Fue por su forma de caminar, esa cojera teatral que tienen los niños tímidos, como cuando vino a darme las gracias, tan crudo y pálido. Fue ayer al mediodía, y yo fui tras él. En cuanto lo vi salté a la arena y me desnudé. Lo vi sentarse a la orilla y formar una hilera con conchas. Las olas le mojaban la espalda con su espuma, y a cada caricia Beñat se estremecía. Anduve como un imbécil los minutos anteriores al encuentro, embelesado por la hermosura de aquel infante, ajeno a las mujeres en flor, a sabiendas de que el pequeño Beñat era la antesala de Karmele. El otro vino salpicando arena en cuanto me agaché para saludarlo. Se colocó entre nosotros y cogió al niño en brazos. La unión de aquellos dos cuerpos desnudos me resultó bochornosa, un pequeño dios nacarado y de venas azules abrazado a aquel hombre sobre lo que podría denominarse la línea de flotación. Beñat, lloroso, pió: «¡Papá!». El hombre, estrujando al niño, volvió a la toalla, girándose tras cada paso. «¡Fuera! —dando manotazos—. ¡Aléjate de aquí!». Conseguí reunir suficiente valor como para preguntar a Beñat si se acordaba de mí, pero las palabras se enredaron con el viento. Sentí cómo las olas explotaban a mis pies, los ojos salados de Beñat mirándome, apoyado su blanco mentón sobre la espalda quemada del padre.

        Estuvieron sentados el uno al lado del otro durante mucho tiempo, con la toalla en paralelo al horizonte. Beñat miró dos veces hacia mí. No había rastro de Karmele. Hoy han hecho públicos los resultados finales. He sacado plaza de bibliotecario. A mí, todavía, el recuerdo de la explosión de Karmele contra mi cuerpo me enardece, aunque da la sensación de que todo va a volver a ser lo que era.

        Hoy tampoco han venido. Hay demasiadas gaviotas y el sol duele. El único sentimiento que me queda es el de sus mullidos pechos, ese y el sueño de que me toque una plaza cerca de aquí.

 

 

© Eider Rodriguez


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