Lisa y Elsa hacia el mar

 

Lisa se escapó un día en que sus padres habían organizado una fiesta en casa. En la fiesta, sus padres se divirtieron con sus amigos bebiendo champán, whisky y combinados diversos, comiendo dulces, pastas y pasteles y bailando al son de discos de su época.

        El padre de Lisa bebió más de lo acostumbrado e iba alegremente de un lado a otro, charlando con todos los invitados. Uno de ellos quiso tomarle el pelo.

        —Con el humor que tienes hoy nadie diría que seas gerente de una funeraria.

        Mientras tanto Lisa, cuando sus padres creían que dormía, bajó por la escalera de atrás. Tenía quince años, pelo largo recogido en un moño, era miope y usaba gafas de montura muy fina.

        El coche fúnebre largo, negro y elegante que su padre utilizaba para el trabajo estaba aparcado delante de casa. Lisa entró en el coche, agarró el volante, se acomodó y lo puso en marcha. Pasó toda la noche conduciendo, alejándose kilómetros y kilómetros de su casa, sin detenerse.

        Al alba detuvo el coche en las afueras de una ciudad desconocida y se durmió en la parte de atrás, tumbada bajo una manta.

        Mientras dormía se acercó un chico joven que se quedó mirando dentro del auto. El chico llamó a un amigo suyo que andaba por allí cerca y le mostró lo que estaba viendo.

        —Antes —comentó el amigo tras acercarse al coche fúnebre—, en la parada de taxis he visto un taxista tocando la flauta dentro del coche, y me ha sorprendido, pero ¡esto sí que es realmente hermoso!

        Cuando Lisa despertó, puso de nuevo el coche en marcha. Entró en una tienda de la ciudad y tras comer unos pasteles se marchó.

        Unos kilómetros más adelante vio una chica joven, parecida a ella, que hacía auto-stop. Tenía también unos quince años, pelo largo recogido en un moño y gafas de montura fina. Lisa atacó a la chica con el coche fúnebre. Ésta saltó y cayó dando tumbos por la ladera que descendía al borde de la carretera. La propia Lisa evitó por los pelos precipitarse ladera abajo. El coche quedó en la cuneta.

        La chica que hacía auto-stop, tras recoger las gafas del suelo y colocárselas, se quedó mirando hacia arriba, sorprendida. Subió poco a poco hasta llegar al auto. Lisa había abierto la puerta lateral derecha. La chica se acercó hasta la puerta y se detuvo. Por un instante las dos se miraron con intensidad sin decir nada. Luego la chica entró lentamente en el coche y Lisa lo puso en marcha.

        —Me llamo Elsa —dijo entonces la chica—. Quiero ir al mar.

        —Yo también, eso es lo que quiero —respondió Lisa.

        Aquella noche estuvieron en la Casa de Cultura de un pequeño pueblo, escuchando una conferencia sobre la heroína. Un hombrecito calvo, con gafas, vestido con traje muy elegante, era quien, sobre la tarima, daba la conferencia. A su lado, sentado en silencio, estaba el alcalde del pueblo. Al terminar la conferencia, Lisa subió a la tarima y pidió a los allí congregados que no se fueran todavía, que les quería leer un poema. Del bolsillo de la blusa extrajo un papel doblado, lo abrió y lo leyó ante la gente.

        —Parece mentira pero es verdad, ahora yo estoy aquí y vosotros me miráis.

        Dobló el papel, lo metió de nuevo en el bolsillo de su blusa y bajó de la tarima.

        En una ocasión Lisa aparcó el coche en una amplia plaza. Las dos bajaron del coche. Lisa se quedó junto a él. Elsa dio unos pasos por la plaza. Luego se detuvo y, a continuación, comenzó a moverse como si le hubieran pegado un tiro, andando a trompicones hacia el auto mientras se agarraba con las manos el vientre, hasta que cayó finalmenete de bruces junto al auto. Cuando Elsa se levantó Lisa hizo el mismo ejercicio, para luego repetirlo Elsa... Así estuvieron más de media hora.

        En un pueblo desconocido, Lisa y Elsa dieron fuego a una cabina telefónica. Antes de que nadie se percatase estaban las dos en un bar, mirando el fuego a través de la puerta.

        —A mí no me gusta el fuego —dijo entonces Elsa a Lisa.

        —No. A mí tampoco. Es demasiado caliente.

        —Cierto. Nunca más daremos fuego a nada.

        Mientras cenaban en un restaurante elegante, Lisa arrojó el plato de sopa de un golpe. Inmediatamente Elsa volcó la mesa. Lisa rompió un cuadro que colgaba de la pared. Hicieron todo ello sin el menor atisbo de sonrisa, con cara seria. Luego salieron a la calle y se marcharon en su coche fúnebre antes de que el camarero las pudiera retener.

        Entraron en una tienda pequeña y compraron dos paraguas negros. Atendía un anciano. Preguntó a las chicas por qué querían paraguas negros, por qué no los compraban de colores.

        —Porque estos paraguas los queremos para el mar —le respondió Elsa.

        El anciano quedó atónito mientras la chicas salían de la tienda.

        —¿Porque las queréis para el mar...? —preguntó con voz débil y labios temblorosos, pero las chicas ya estaban fuera.

        Cuando por fin llegaron al mar, Lisa llevó el coche fúnebre hasta la playa. Las chicas descendieron del auto y se introdujeron lentamente en el mar con los paraguas abiertos, hasta ahogarse. Los coches de la Policía, haciendo sonar sus sirenas, llegaron demasiado tarde. Vieron, en la lejanía del mar, dos paraguas negros, abiertos, balanceándose sobre el agua.

 

  © Juan Luis Zabala


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