Desde mi cadáver

 

                                        «A partir de un determinado punto

                                        ya no es posible el regreso.

                                        Es menester alcanzar ese punto».

                                                                        (Franz Kafka)

 

Estoy muerto. Lo sé. Con toda seguridad. Ignoro por qué lo sé, no sé en qué me baso para saber que estoy muerto, pero estoy muerto. Yazgo sobre el asfalto. Puedo ver mi cadáver desde aquí. Veo el pie desnudo, lejos de los ojos, en el otro extremo, veo el dedo pulgar y su uña negra. Es mi pie, es mi dedo y es mi uña. Los de mi cadáver.

        No sé por qué no veo a nadie. No es normal. Ya me tenían que haber recogido hace tiempo. Una ambulancia, un médico, enfermeros, policías, el juez, el forense, periodistas, curiosos... He muerto en una calle de la ciudad, rodeado de gente. ¿Cómo he podido quedar entonces tan solo? No lo sé. Será uno de los misterios de la muerte. No sé nada. Que estoy muerto, sólo eso. No me importa no saber nada, nada me importa, nada me preocupa, nada me duele, nada temo. Es incomparable esta paz. Es este total sosiego el que me asegura que estoy muerto. La paz de los muertos. Es bella.

 

* * *

 

Anoche, al salir de casa, sabía que era posible que nunca más volviera, que quedaran allí para siempre, en desorden, los últimos rastros de mi existencia. Me sentí llegado al límite de la indolencia, dispuesto a cualquier cosa, abierto a todas las posibilidades. Me pareció hermosa, por un instante, la idea de que la última expresión de esa indolencia pudiera ser mi propia muerte, sin que yo ni la buscara ni la quisiera evitar. Vinieron a mi memoria imágenes de matanzas de cerdos: el testarudo e inútil ímpetu de las últimas sacudidas y los últimos gruñidos del puerco, y luego, al final, el descanso pacífico y tranquilizador del grueso chorro de sangre.

        Deambulé sin rumbo fijo y sin plan preconcebido por las calles de la ciudad. Había nieve en el campo de fútbol en que se jugaba el partido que daban los televisores de todos los bares. Aquel campo debía ser de una ciudad lejana, pues en la nuestra corría un tibio viento sur. El balón era rojo, para que los jugadores no lo confundieran con la nieve. Miré los televisores de los bares desde fuera, sin entrar. No quería tomar nada, no quería pedir nada, no quería decir nada, no quería ser nadie. Al final me quedé mirando las imágenes del partido delante del escaparate de una tienda de electrodomésticos. El césped blanco, el balón rojo, algunos jugadores con guantes en las manos y calzones largos... Con nostalgia de la nieve, la singular imagen me hizo recordar la infancia.

        Luego seguí paseando hasta el muelle, cantando las canciones más nocturnas y rotas que recordaba. Subrayé con los brazos y con sacudidas de todo el cuerpo los momentos más crudos, dramáticos y estremecedores de las canciones, y llegué a arrastrarme por el suelo.

        He dormido dentro de una barca atracada en el muelle, un rato, no mucho tiempo.

 

* * *

 

Por la mañana temprano, al entrar a una cafetería con intención de desayunar, una voz se ha adueñado de mi interior: «Posiblemente todo sea cierto», decía. «Pero en caso de serlo, todo». No conseguía traer a la boca más que esas palabras, y a duras penas he conseguido, tartamudeando, con más dificultad que si estuviera borracho, pedir al camarero un descafeinado y un cruasán.

        No sin dificultad, turbado por la confusión que me había producido la voz interior, he llevado el café con leche y el cruasán a una mesa y me he sentado ante ella. Una vez allí, superadas todas las servidumbres de lo vulgar, he dejado todo mi ser en manos de la voz interior. «Posiblemente todo sea cierto», ha dicho de nuevo, pausadamente esta vez., como queriendo tomar carrerilla para un salto más largo. «Pero en caso de serlo, todo. También aquello que, después de decirlo, desmintieron quienes lo dijeron, aquello que consideran locura quienes alguna vez lo pensaron». La voz me ha hecho pensar que quizás sí existimos, quizás en verdad somos. «Aunque cueste creerlo, agua en los ríos, sangre en las venas, toda esa afable cosmología», ha continuado la voz interior. «Pero también, en ese caso, rascacielos en las acequias de la sangre, grupos de cadáveres helados en los cauces de los ríos».

        No he sacado el bloc de notas para apuntar lo que me dictaba la voz interior. Eso hubiera sido hacer trampa, un ejercicio incoherente en el límite de la indolencia, la estúpida e inútil sacudida del cerdo. Ahora, una vez muerto, veo con mayor claridad aún todo eso, veo que he obrado correctamente y que, para entonces, no podía, aunque lo quisiera, obrar de otro modo. Había llegado al punto que citó Kafka. Todos los caminos estaban, pues, dulcemente mezclados en el laberinto de la muerte.

        Al salir de nuevo a la calle y ver el movimiento de los peatones y los autos de la ciudad, la voz interior me ha hecho sentir «un cohete atravesado en cada uno de nuestros corazones, cemento compacto en los agujeros de nuestras narices». Siempre he sido, no hace falta decirlo, un poeta bastante urbano y roto, vanguardista más o menos.

 

* * *

 

Estaba hermosa la ciudad. Cada cosa en su sitio: las casas, las calles, las tiendas, los kioscos, los autos, las obras y sus trabajadores, los guardias municipales, peatones de todo tipo... He mirado con fascinación los escaparates de las tiendas y los grandes carteles publicitarios. Algunos de ellos reflejaban, sin palabras, mis sentimientos con precisión y belleza admirables. Realmente, la ciudad es el mejor de los museos, si se deja a los ojos retroceder y alejarse cuanto precisen.

        Paseando entre la gente, he pensado que todas las personas que pasaban a mi lado eran grandes poetas. Que tras cada par de ojos se escondía un mundo entero, y que en un recóndito rincón de cada uno de aquellos cerebros se estaban concibiendo sin cesar poemas incomparables que expresaban esos mundos con precisión y belleza imposibles de superar.  Me ha envuelto una dulzura total, me he sentido en plena armonía, como si se hubieran juntado, acomodadas con sorprendente placidez y orden una al lado de la otra, todas las pequeñas partes de mi siempre roto y dolorido ser. Estoy seguro de que ha sido la fuerza de esa armonía la que ha hecho surgir el francotirador que me ha disparado desde la terraza de un rascacielos. De otro modo, no tendría sentido que sólo me matara a mí, habida cuenta del escaso valor que puede tener un poeta de escaso éxito para un francotirador tan hábil y profesional. Tan pronto como he sentido la bala dentro del pulmón, he corrido a la carretera en pos de los autos. También el auto que me ha atropellado, tan negro y elegante, ha debido hacerlo surgir de la nada mi armonía interior. «No os costará creerme si os digo que me están creciendo cementerios dentro de los ojos», ha proclamado la voz interior mientras, golpeado por el auto, volaba por los aires. He visto el zapato izquierdo volando lejos del pie.

 

* * *

 

Ahora no veo el zapato por ningún lado. Aquí no queda más que mi cadáver sobre el asfalto de la ciudad desierta y abandonada, y veo el pie desnudo, lejos de los ojos, con su uña renegrida. No sé hasta cuándo pero no me importa. Se está bien.

 

  © Juan Luis Zabala


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