Las rosas silvestres han lamido

el pórtico de madera de la ermita.

Allí, contra el muro de piedra

fingimos el amor un atardecer lejano.

El ruido que la lluvia hacía con el prado

se lo hacían tus dedos a mi sexo.

Yo veía el arco iris por una telaraña

mientras tú me empujabas y empujabas

hacia ninguna parte.

Después marchamos carretera adelante, renqueando,

con los cuerpos chorreando el caldo tibio de la melancolía.

Aquél fue uno de los últimos encuentros,

y, para entonces, nuestra piel húmeda

ya sabía que no éramos en absoluto

el uno para el otro.

 

 

 

  © Miren Agur Meabe


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