XI

«¡Agárralo!» le decía aquella vez que robaron un cerdo en Urdanibia, Alkain conocía bien aquella zona, era de Fuenterrabía, se harían amigos. Su hermana, Anita, trabajaba de sirvienta y solía conseguir restos de los banquetes.

Era la primera vez que estaba en el Hotel Jauregui, mañana y noche tenía que andar rastreando los rincones del Bidasoa, Alkain en cambio había encontrado un lugar adecuado para vigilar los domingos el lugar de la comida, «¡Ese es el teniente coronel Troncoso!» y «¡Ese es el Sultán Azul, el jefe de los moros!», los conocía a todos, «¡Ese es Millán Astray!». Los moros comían cara a la pared, e incluso las camareras les tenían que servir por detrás, bajo la fotografía de Franco.

Mientras tomaba café el dueño del Hotel Jauregui se acercó a Millán Astray, «¡Mi general, Anita está triste!» le dijo. «Ah sí, ¿por qué?» preguntó Millán Astray mirando a Anita. «¡Porque tiene el marido en la cárcel!». Millán Astray fijó la mirada en el humo de su puro, «¡No será verdad!», e inmediatamente «¿Por qué?», y entonces el dueño del Hotel Jauregui le dijo la verdad, «Porque, porque dicen que echó un pedazo de pan al retrato del Generalísimo!». Alkain bajó la cabeza. «¿Pan? ¿A ése?» dijo Millán Astray, «¡Piedras es lo que tenía que haberle echado!».

El capitán ordenó a Alkain que pusiera el disco, y cuando el gramófono difundió la música se pusieron en pie, haciendo el mismo ruido de sillas que en las misas. Todos los que estaban en la sala se quedaron firmes, incluso las camareras a mitad de su ir y venir, con la vajilla en la mano. Menos Sultán Azul y sus moros todos levantaron el brazo, empezaron a cantar. Anita dejó caer la bandeja. Primero el metal y después la loza rota acallaron el canto de los militares. La música del disco se oyó con más fuerza. Anita no se miró los calcetines blancos ensangrentados con salpicones de vino, Anita mira con odio a Millán Astray que levanta en alto su único brazo.

Los llevaron desde la frontera a Logroño y los metieron de noche en el tren, entre la tropa se rumorea que van a tomar Madrid, nadie sabe nada concreto. Han visto cómo metían en los vagones grandes recuas de mulos, negros, trataban mejor a los mulos que a los soldados, los mulos tienen el grado de capitán, y son tan negros como la boca de un cañón.

No saben cuantas horas, «¡Días!», han pasado en los vagones, «¡Había que hacerlo todo allí!», antes de llegar a la nieve. La explanada de la estación parece una sábana extendida que las moscas hubieran ensuciado, camiones, mulos, cañones, soldados zarrapastrosos y heridos por doquier. Les reparten una lata de sardinas a cada uno. Tienen que partir inmediatamente. Al frente. Hablaron con algunos heridos, eran veteranos, ¡«La batalla más dura de la guerra, la de Teruel1». Se oyen explosiones a lo lejos.

Irán dejando atrás la vía del tren en la oscuridad, con los toscos fusiles a la espalda, sacudiéndose el frío adherido a los sabañones de las manos, caminando sobre las pisadas marcadas por el anterior, empequeñecidos junto a los postes negros, resbalando sobre la nieve helada, callados, callados como los mulos de la compañía cuesta arriba, cuando los encuentran hundidos en la nieve a causa de la carga. Se pararán maldiciendo la nieve que no han podido evitar las polainas que recogen los pantalones, mirando a los tristes ojos sin moscas, empapados en cortinas de sudor ellos, las monturas detenidas a la espera del mulero, en un tenaz ataque mutuo de siglos. Tirarán de las bridas y entonces se subsana aquella trasgresión de las leyes del habla que los niños no podían comprender, «¡Arre mulo!» les dirían bruscamente, pero las monturas -como si fueran bueyes, como si fueran vacas- se quedarán en el cepo de la nieve.

Caminarán durante dos días, se tenderán a dormir a cielo abierto, hermoso blanco para la aviación, pero los ratas de los rojos no se atreverán. Se despertará, y todo es blanco a su alrededor, se ha debido de quedar dormido y retrasarse, «¡Alkain, Alkain!» alarmado, recojerá la mochila y entonces, de uno en uno, los de la 25 del Batallón de Fusileros Bailén 134, surgirán desde la nieve, como topos, a un frío de dieciseis grados.

No tienen qué comer, están rotos por la sed, y se arrojarán de bruces en los rastros que dejan los mulos en la nieve para sorber el agua turbia. Al mediodía la mitad de la compañía no puede avanzar por culpa de los dolores de estómago, se rumoreará que los rojos han envenenado la nieve. El capitán ordena a los sargentos que a quien se tumbe a beber le den un tiro y lo dejen allí mismo.

Establecerán la compañía en Muela de Villastar, en la retaguardia. No se fían, no les dejan hablar en vascuence. Los cañonazos de los rojos estallaban con rencor de oleaje, «¡Y el Cervera asustándonos cuando disparaban en Txoritokieta!». Los chasquidos y chispazos surgían como de la madera húmeda, toda la colina estaba cubierta de rocas arrancadas por su base, latas de conserva, tierra enrojecida, cartuchos vacíos, y los quejidos y lamentos de los heridos por la metralla. Todos los días había alguno que se ponía rígido y se helaba con el frío, «¡La nieve es negra!», cortaban las mangas y cosiéndolas por un extremo las usaban como calcetines. De vez en cuando aparecían los moros vendiendo quincallerías, ancianos, negros. Alguno de ellos, «¡No te fíes!», el que mató al hermano de Zugasti.

En muchas ocasiones se lo llevaba el propio Don Laureano, el dueño de Villa Argentina, para que lo llenaran. Lo dejaría en un rincón y, sin esperar, se encaminaría hacia el centro. Su propina solía ser de dos reales, al parecer tenía una calle en Buenos Aires «¡Enterita suya!».

Llenó el depósito sin derramar una sola gota de gasolina, porque a la larga roñaba el esmalte, pasó un trapo por todo, tenía las ventanillas bastante sucias. Se quitó el buzo, se lavó las manos, se peinó. Don Laureano almorzaba en La Urbana y tenían que llevárselo allí para las tres. Se acercó por detrás orgulloso, metiéndose la camisa en los pantalones «¡El hermano tenía una obsesión terrible con los coches!», alargó la mano para abrir la portezuela de la izquierda, entonces alguien le gritó.

«¡Está muerto!» comentaría alguna de las señoritas, eran tres, en pie, mirando desde el coche la cabeza del muchacho que había chocado contra el pilar de la marquesina. El chófer no se bajó hasta no haberse puesto la gorra y abrochado el botón del cuello de la camisa. Los trabajadores de la gasolinera Larramendi rodeaban silenciosamente al compañero caído. «¿Muerto?» dijo el comandante Lambea al salir del coche. Dirigió una hosca mirada a los trabajadores. Volvió a entrar al coche, dió marcha atrás liberando la pierna del joven. «¡Más mueren en Teruel!» les dijo, y se alejó con sus putas. El muchacho tenía los ojos abiertos y la mano extendida hacia el Hispano Suiza negro de Don Laureano Azpiazu.

Los postes eran negros en la sombra, blanco el aliento sobre la nieve blanca. Llegaron en silencio, encogidos, se quitó los guantes, escupió, le quitó el hacha a Artola. Torcidos, los postes semejaban mangos de azada olvidados en la huerta. Los hachazos sonaban como tiros en la madera helada. Alkain y Artola paseaban arriba y abajo sin cesar. Alkain sacó un cigarrillo, le dijeron que se diera prisa, no era más que una colilla. Las manos endurecidas se deslizaban suavemente, la camiseta se le pegaba en la espalda mojada. El poste se posó silenciosamente en la nieve. Se le acercaron y quitándole el cigarrillo a Alkain dió una larga calada mientras pateaba el poste para calentarse los pies. Lo llevaron a hombros al caserío derruido, se puso los guantes, Artola cogió el hacha. Caminaron unos doscientos metros hasta el siguiente poste. Todos se habían torcido, como si un cuervo excesivamente pesado se hubiera columpiado en el cable.

Aquella especie de disparo les hizo correr abandonado el hacha en la nieve, se ocultaron, golpeándose la barbilla contra las rocas que había a la derecha del camino. Una especie de disparo, sin silbido. Se miraron unos a otros. Los tenían justo en la curva del camino, cortaban leña con un hacha cada uno. Artola hizo fuego con el máuser. Los rojos se arrastraron hacia abajo, disparando a ciegas. Apretó la oreja contra la piedra, el corazón le palpitaba en la garganta, «¡Déjalo Artola, déjalo!».

Bajó de espaldas hasta el camino. Entró derrengado en el caserío, se quitó el guante derecho, sacó la pistola. Tenía el cigarrillo apagado cosido al labio reseco, el frío le cuajaba el aliento. Callaron los disparos. Empezó a nevar. Artola llega corriendo, lo tiene a tiro, le apuntará con la pistola. «¿Alkain?» preguntará al llegar a cubierto. «¡Baja ese chisme!», traía un par de botas nuevas, «¡A uno le he tenido que quitar hasta el calcetín!».

Regalará el capote y el jersei gordo que le había regalado la abuela de Harriaga por ponerle un cangrejo en el contador a uno y a otro, estrechará la mano que le tiende Artola con los ojos llorosos «¡Vinimos juntos, pero yo quizás no vuelva!». En la comandancia habían recibido un telegrama para él, tenía que presentarse inmediatamente en el Cuartel General. «¡Otro señorito recomendado!» comentará el comandante al firmarle el pase.

Bajará en mula hasta Cella con el correo, deslizándose por el sendero al borde del precipicio, «¡Pareces Domingo Kanpaña!» le diría el encarcagado si lo viera. Entradas sin puertas, como bocas de vieja, y ventanas sin viejas en los escasos caseríos, aquí no hay posadera que te recoga si te caes. Montó en el tren. No puede sentarse, tenía la entrepierna dolorida. El encargado era un iluso, se iba todos los domingos con el marido de la posadera a cazar conejos con aquel estúpido hurón metido en el saco, dejando a la posadera asomada en la ventana a la espera de un hombre que le devolviera la sonrisa. Tras muchas paradas llegarán a Logroño al día siguiente.

«Buenos padrinos, ¿eh?» le dirá el oficial que le lee el telegrama. Tiene que ir a San Sebastián para hacerse cargo de la central de Ergobia. Los rojos habían tomado Tremp, y existe el peligro de quedarse sin luz en todo el Norte de España. «¡Para mis adentros, cochina suerte la tuya, Lucero!».

Llegará una carta de Claudia Errazkin. Está en castellano y dice uestedes. Que se va a casar, tenía un novio polaco, pero católico, tendero, y lo que sigue no se lo leerá a los padres, que ya sabía que Inazio andaba por la Pampa de pastor con unos de Lesaca. Los pastores ganaban bien, le había mandado la invitación para la boda aunque no sabía si podría venir, porque se pasaban tres meses en el páramo. «Espero visitarles con mi marido el próximo verano!» leerán unos ojos secos, «Ahora que ya pasó el calvario rojo!».

Lo diría en todas las misas de aquel domingo, hubo incluso quien fue a las tres, la iglesia llena hasta los topes aunque faltaran Zugasti y Mujika y Arrieta y algún otro, «¡Si no lo oigo yo mismo no lo creo!», pero Don Mateo lo gritaría orgulloso desde el púlpito «¡Que vengan, que vengan ahora los que andaban gritando Gora Euzkadi, dónde están, ahora callan!», y no todos bajan la cabeza, los carlistas de al lado de la escuela miran desafiantes a un lado y a otro, «¡Así lo dijo, yo mismo lo oí: la sangre de los vascos no sirve ni para hacer morcillas!», desde el púlpito.

Los ancianos bajarán del coro calándose las boinas. El sol cae con fuerza en la plaza. Enseguida se formará una fila para la toca, los jóvenes llenarán el frontón hasta el fondo. Nunca le ha gustado la toca, prefiere jugar a la pelota hasta deshacerse las alpargatas. Se sentó en el petril esperando su turno. Los banderines del pasa están renovados, «¡La rosa tricolor!» pintada «¡Por el propio Zabaleta!», quién si no, se había convertido nuevamente en bicolor, y es la de San Sebastián, no la ikurriña, la que cruza. No sabía cómo iba a decirle lo de su hermano, pero tenía que ir donde Anita. Artola grita que es su turno, y al levantarse apoyando la izquierda para entrar en la cancha, una pesada zarpa lo agarrará por el hombro, «¡Compaño!, no me creen que gané a tu padre y a Marrus en el viejo Etxetxiki comiendo angulas!» le dirá Oilagorra con tufo a vino, «¡Necesitamos un testigo!».

 

© Koldo Izagirre
© itzulpenarena: Bego Montorio


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