III

Cuando el constructor Errazkin enviudó no tenía quién le llevara el almacén de vinos que tenía en el bajo de la casa, su hermana solterona prefería ocuparse de los dos huérfanos a soportar las pullas de los trabajadores del ferrocarril. La chica de Etxetxiki se ofreció para el trabajo. Errazkin se fijó en las alpargatas de la joven, y aceptó.

La chica era de mucho aguante, no la fatigaba el trabajo. Comería allí mismo, un bocado de queso, uva negra con pan. Errazkin le pagaba una miseria. De vez en cuando llevaría algo para casa además de los sacos de pan duro para los conejos, una garrafa de vino, una botella de guindillas, en cierta ocasión una caja entera de sardinas viejas. El constructor se retiraba tarde y desde el primer día le dió la llave a la muchacha. Se quedaría embotellando vino tras echar a los últimos clientes, no le gustaba andar con prisas por las mañanas. El patrón volvería un tanto achispado, llamaba desde el exterior «¡Maria, abre!», la muchacha continuaría preparando las mesas, «¡Soy Justo!», y daría un puñetazo en la puerta. La joven esperaba a que Justo Errazkin se alejase escaleras arriba y, abriendo silenciosamente la puerta, tomaría el atajo de la tejería.

La hermana del constructor se sintió mal un domingo, camino de la iglesia. La trajeron muerta a casa y Maria cerró el almacén y se llevó a los niños a Etxetxiki. Los trajo el martes por la mañana. Inazio y Klaudia. Y una cría de gata tuerta.

El miércoles Justo Errazkin apareció temprano, los obreros no habían abandonado aún el trabajo y la bodega estaba vacía. Traía un paquete, «¡Te lo debo!». La chica no se avergonzó como Errazkin, deshizo el paquete y pronunció un «¡Oh!». Se los puso allí mismo, eran bonitos, marrones y blancos. El izquierdo le hacía daño en el talón. Sonrió, con aquellos tacones era más alta que Errazkin. «¡Maria, yo tengo unos duros!» le dijo Errazkin nervioso. Maria tenía diecinueve años.

Errazkin hizo tantas deudas como dinero. El constructor «¡Tenía una casa bien bonita, suya de arriba abajo!» se convirtió en inquilino. Errazkin no tenía hígados para volver a empezar, estaba envejecido, apostó a los azules lo poco que le quedaba. Cantaban cien a diez a favor de los colorados. Estaba seguro de que el zaguero azul iba a dar la vuelta al partido, los corredores andaban como locos. El colorado hizo un saque envenenado, corto y a la pared, buscando el bote falso, pero el delantero azul corrió mientras cambiaba la pala de mano. Consiguió un dos paredes como pudo. El delantero colorado la atrapó facilmente, la llevó atrás, al ancho. El zaguero azul entró de volea, le dió con el borde de la pala, la pelota salió hacia la derecha. El bombín gris de Errazkin, «¡Mon chapeau!» comprado en Ponsol, quedó suspendido en el aire y el cuerpo de su dueño se ladeó hacia la derecha, quedó en una extraña postura con los ojos abiertos. Errazkin era mal jugador. Los espectadores de alrededor se levantaron. Pidieron un médico. Estaba muerto. Los corredores se reunieron mientras sacaban al constructor. Se consideró válida su apuesta. El zaguero azul quedó abatido, cometió muchos fallos.

La víspera, Azketa el de Oleta le dijo que sería para todo el día, al parecer era un barco grande y traía mucha prisa. Había pasado ya por siete caseríos antes de llegar a Larraburu. Larraburu no era casa rica y lo mantenían a cambio de la comida salvo en verano y en otoño. Aceptó contento. Habían pasado ya diez años desde que fuera por primera vez al muelle a oír el último verso de Otaño y desde entonces iba todos los meses a descargar.

Llovió con ganas, pero para el mediodía habían acabado con el barco. Había poco trabajo en los otros y no se esperaba próximamente ninguna entrada. Azketa les pagó y los mandó a casa. No estaban de acuerdo. Se detuvieron en el almacén de vinos de Marmies. El haber terminado el trabajo en la mitad de tiempo no debiera de reducir la paga, sino aumentarla. Cada uno se comió cuatro docenas de plátanos. «¡Hay que acabar con él!», repetía un sobrino de Azketa. No le hacían caso, era de los que hablaban mucho. Hacia las tres escampó, y ayudó a los de Oyarzun que estaban borrachos a subirse a las bicicletas, se alejaron como un vagón por el carril, cada cual siguiendo el rastro del anterior. Se encaminó hacia su casa, el frío de noviembre no le hacía bien y estaba empapado. De todas formas se esperaba buen tiempo para la tarde. El tímido sol revelaba el agua en la yerba.

Al pasar por delante de Etxetxiki sintió ganas de orinar. Se acercó al borde de las zarzas y el vapor de la orina ascendió hasta su cara como una olorosa nube. En la huerta de Etxetxiki un cuerpo de mujer se incorporó entre las matas de judías mirando a Migel de Larraburu. La tenía justo delante pero no podía detenerse, hacía más ruido que la leche ordeñada al cuenco. También Maria pensó que la vejiga de Migel tenía tanta cabida como una ubre, y cuando los labios se fueron abriendo en una sonrisa, el criado de Larraburu levantó las manos por encima de las zarzas mostrando sus palmas encallecidas, y los labios volvieron a fruncirse por un instante antes de estallar las carcajadas. Se llevó a la boca las manos enrojecidas, dejando caer el delantal lleno de vainas de judía. Cuando las bajó hacia las rodillas le quedó en las mejillas el rojo de las manos, y el aliento de su risa se evaporaba sin mezclarse con el aliento de la risa de Migel.

«¡Esa mujer tuya está mal de la cabeza!» le decían con asco los castellanos del muelle cuando veían su almuerzo, un huevo frito cubierto de angulas. Ahora tenía mujer y dos hijos ajenos. Ya no era el criado de Larraburu, en adelante le llamarían Migel el de Etxetxiki. «¡Lástima, no te podré quitar!» murmuró el padre de Maria, cuando le contestó que no fumaba. No quería que su hija envejeciera viuda, fue la primera boda del año.

A veces llevaría algún saco de carbón a casa, eran los propios guardas los que más robaban. El trabajo del muelle no era de los peores, lo prefería al del caserío, podía hablar con la gente, Larraburu era triste, y luego el castellano, le gustaba mucho el castellano.

Tendrían una hija al primer año de casados, un hijo al segundo, otro al quinto.

Compró en Astigarraga una prensa vieja que tenía la polea rota, comenzó a hacer un poco de sidra todos los años, y como Maria tenía buena mano para la cocina, colocaron una larga mesa en la bodega, en medio de las barricas. Los más habituales eran fundidores, toneleros y albañiles de Pasajes. También aparecían Don Telmo y Fernando Más, el secretario. «¡Buenas noches nos dé Dios!» decía Don Telmo a voces, y entrando en la cocina destaparían las cazuelas, untarían pedazos de pan y, tras sopesar tanto el olor y el color como el sabor, gritarían «¡Oye Maria, ésta para nosotros!». Cenaban en la cocina, el muchacho les llevaba la jarra de sidra.

Don Telmo no solía llevar su caballo, lo tenía atado en la cuadra, las ancas enfermas de no andar. Venía con el secretario, un pelma que siempre decía «¡Más geyo!». Los pasaitarras en cambio se peleaban, juraban e incluso trajeron una toca a hombros hasta Etxetxiki. Le hablaban al oído al padre, se reían. El padre se sentaba con ellos a la mesa después de llenar las majaderas de grama verde y rábanos molidos, y cuando la madre venía con el pan y la cazuela se levantaría para ayudarla, pero la madre le diría que estuviese tranquilo y gritaría el nombre del muchacho, nunca el de la hermana, menuda gandula. Los pasaitarras usaban con el padre palabras incomprensibles, palabras maravillosas. El chico las repetía para sí una y otra vez para no olvidarlas, para poder soltarlas en el frontón y aturdir a Zugasti. Uno de ellos cantaba versos en vasco-castellano, sujetándose los pantalones. Su madre se reía con ganas y los pasaitarras también se reían del primero que al anochecer comenzara a tartamudear, orinaban sobre el que caía al suelo. Llegaban el sábado y partirían el lunes de mañana, sucios y enmarañados. Dormían apilados al calor de la yerba seca, y allí estaban cuando se llevaron al abuelo, a quien no pudieron sacarle aquel mal humo. Los despertó el murmullo de la gente, se arrodillaron boina en mano, y cuando pasó ante ellos el cortejo fúnebre, cayeron de bruces al suelo uno tras otro, mareados, como sacos vacíos.

 

 

© Koldo Izagirre
© itzulpenarena: Bego Montorio


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