Iparragirre rides again

Aquel 6 de abril el viejo estaba sentado frente al mar. Larga cabellera blanca sobrándose en rizos del amplio sombrero. Poblada barba hasta el pecho. A sus espaldas Hendaia. El viejo levantó la vista, ojos vivaces, hacia la Peñas de Aia. Miles de arrugas en la quemada piel de manos y rostro. Recordó a Mazarredo. Se levantó, un cuerpo aún ágil. Se encaminó a pie soltando el caballo que tenía atado al pretil, sin preocuparse de la húmeda arena adherida a sus pantalones. El caballo le siguió cabizbajo. Le hicieron gestos de paso en los dos puestos de aduana, y cruzó el puente sin detenerse. A la entrada de Irun montó en su caballo y tomó hacia la autopista. A ambos lados de su lustrosa silla asomaban una Yamaha Guitar FG-140 Nippon Gakki y la culata de un Winchester. Abandonó las bridas. Se quitó el sombrero, extrajo una pipa de arcilla de su interior, se esforzó en prender una aceitosa mecha, la guardó enfadado en el interior de su chaqueta, volvió a colocarse el sombrero con elegancia.

Pesado sol en lo más alto. Apagada pipa entre sus dientes amarillentos. Llegó a Rentería. Jubilados al sol en la alameda, mirando al humo que subía de la papelera. Ninguno parecía bersolari. Unos mocosos le siguieron, apaleando al caballo. El viejo iba medio dormido, encorvando la espalda. Al llegar a Buenavista se detuvo un buen rato en la parada del autobús, mirando hacia San Juan. El aliento del caballo era un silbido. Recordó a Arizabalo. No se veían ovejas en las pendientes del Jaizkibel. El caballo se aplicó a su lento patear. El viejo no tenía prisa. La gente no les hacía caso. Algún aislado bocinazo. Le gustó aquella indiferencia.

Era mediodía cuando entró en San Sebastián sin haber podido encender su pipa. El caballo se detuvo en la avenida como si hubiese llegado a una meta sabida de antemano. El viejo sacó el fusil de la funda de la silla. Comprobó que estaba cargado. Los ocupantes de las sillas de las cafeterías huyeron. Sobre las mesas los aperitifs a medio tomas, y petrificado en la silla verde, sudoroso de espanto, el joven bigotudo. Dirige hacia él su fusil, se oye un extraño estampido. Un segundo después una nubecilla blanca en el extremo del cañón y el cuerpo del joven bigotudo en el suelo. El viejo guardó cuidadosamente el Winchester, ordenó continuar a su montura. Algunos consumidores vuelven a sus mesas, los espectadores reemprenden su paseo y el círculo alrededor del joven crítico de la literatura vasca es un vacío de indiferencia. La chica rubia se llevó la mano a la boca y exclamó ¡My God! al ver el rostro del difunto. El caballo iba lento, triste. El viejo tarareó algo. Recordó a Caroline. Pretendió encender su pipa. Tenía la garganta reseca. Tocó aires gauchos con su guitarra. Pronunciaba dulce el castellano. Olvidó a Caroline. En Amorebieta comenzó a oscurecer. El viejo estaba cansado. Entró en la primera taberna, le hablaron en vasco. Tomó anisette. Estuvo un rato sentado. Dio unos azucarillos al caballo. Se dirigió a Gernika.

Había mucha gente en la calle. Tomó cuesta arriba hacia la Casa de Juntas. Ató el caballo en la verja de hierro. La puerta estaba cerrada. Se encaramó a la verja, no se le hizo difícil. Sacó un hacha de la bolsa de la silla, volviendo. Superó la verja. Se detuvo ante el viejo roble, recitó entre dientes aquel poema de Wordsworth aprendido en Londres. What hope, what joy can sunshine bring to thee, or the soft breezes from the Atlantic sea, the dews of moon, or april's tender shower? El viejo escupió en las palmas de sus manos, se acerca al árbol. La gente comenzó a acercarse, alguien había abierto la puerta. La mayoría jóvenes. Le animan, tomándole el pelo. Pero callaron cuando cayó el viejo roble. Algunos borrachos le aplaudieron. El viejo se acercó al caballo, cogió una cantimplora. Unos cuantos bajaron corriendo a dar aviso. Vació la cantimplora junto a las paredes de la Casa de Juntas. Una chica le ofreció cerillas. Las llamas surgieron inmediatamente. Volvió a este lado de la verja. Montó torpemente en su caballo. Los dos se perdieron cuesta abajo. Oyó gritos a su espalda. Mañana lo de Urretxua, pensó el viejo. Era bonita la chica que le dio los fósforos. Un fuego puro enrojece la noche de Gernika.

© Koldo Izagirre


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