Un susurro bajo los pies

Gara-Kondu llegó a la ciudad a primeros de marzo. El destino había dispuesto que fuera barrendero o limpiador de retretes públicos. Un camionero lo había traído hasta el centro de la ciudad. Hacía frío. Hacía frío en los rostros de los transeúntes envueltos en gruesos abrigos de piel. Y hacía frío en la piel de Gara-Kondu, que se subió el cuello del raído abrigo que cubría su amarillenta camiseta de manga corta.

Era un calle amplia, una avenida; las primeras yemas habían brotado ya en los enfermizos olmos que se alzaban en las aceras sin ofrecer sombra alguna, porque tampoco había sol. Sólo unas informes e interminables nubes aparecían en el espacio que quedaba entre los edificios. Se sentó en un banco verde de madera y antes de que pasara media hora oyó el sonido de unas monedas que caían sobre el asfalto junto a su pobre bolsa de viaje. Enseguida empezó a llover y Gara-Kondu, siguiendo a los viandantes, entró bajo tierra.

Entre las ventajas del metropolitano, Gara-Kondu apreció el cálido ambiente y la posibilidad de tumbarse. Pasó allí casi todo el día, observando los trenes que pasaban sin cesar. Observando a la gente que bajaba, que era vomitada por los trenes. Unos que se sentaron junto a él le ofrecieron una botella de vino para que bebiera. Y al cabo de algunos tragos, Gara-Kondu se quedó profundamente dormido, allí mismo.

-Oye tú, negro -oyó, sin saber cuánto tiempo había pasado. El que le sacudía por el hombro le pasó el aviso masticando sus palabras: -Vámonos de aquí, que la bofia estará a punto de llegar.

Salió con ellos. Fuera era ya de noche. Todos los demás se marcharon, por parejas o de uno en uno, pero él no sabía a dónde. Y Gara-Kondu volvió al mismo banco verde en el que se había sentado esa mañana. Era de noche, y él no tenía sueño.

Llegaron las primeras horas del día. En el cielo, los colores más crueles se alternaban sobriamente, en duras variaciones, sin dejar adivinar cómo iba a ser el día. Una extraña sucesión de nubes era sustituida por un extenso cielo salpicado por los primeros rayos de sol. De repente, los pájaros se pusieron a cantar en las jaulas de las ventanas y en las ramas de los olmos de la avenida.

Se abrió un portal. Una mujer, pequeña pero robusta, vació un balde de agua jabonosa en la acera. Las salpicaduras llegaron hasta las deportivas, que alguna vez fueron blancas, de Gara-Kondu. La mujer, antes de volver a cerrar la puerta, miró fijamente a aquel negro que estaba en el banco, acurrucado por el frío. Los habitantes de la ciudad, uno tras otro, empezaron a salir a la calle.

Hacía frío. No muy lejos abrieron una panadería. Gara-Kondu se acercó hasta allí. Entró, sacó las monedas de la caridad que guardaba en el bolsillo y las esparció sobre el mostrador, señalando con un dedo largo y tembloroso la cesta de panes recién sacados del horno. La muchacha cogió las monedas que correspondían al precio y, sin dedicarle siquiera una sonrisa, tendió el pan a Gara-Kondu. El pan estaba caliente. También el interior de la panadería era cálido. La muchacha pasó un trapo por el mostrador.

De nuevo en medio de la calle, camino de su banco, rescató una revista de una papelera. Durante un buen rato se dedicó a saborear el pan y a pasar las hojas de la revista. Algo más tarde aparecieron los basureros, vestidos de verde. Y Gara-Kondu, para no entorpecer su trabajo o por respeto, se levantó y, al igual que el día anterior, entró en el metropolitano.

Al atardecer, los vecinos del barrio empezaron a volver a sus hogares. Pocos se dieron cuenta de que el negro que al amanecer estaba sentado en uno de los bancos, seguía en aquel mismo banco. Pero a los que se fijaron no les hizo ninguna gracia. Con la mirada perdida en las casas que tenía ante sí, el frío ataque del viento cambiaba de temperatura en los sueños interiores de Gara-Kondu. Veía a un adolescente asomando la cara por debajo de unas telas. Para que la arena no le entrara en los ojos, se cubría el rostro con unos brazos de largos músculos. Uno de los ancianos le habló desde detrás:

-Vete tú también si quieres.

Y dejó caer los trapos. Dentro de la cabaña de tela, los ancianos respondían a la tormenta soplando unos tubos de madera; los demás los acompañaban con rítmicas palmadas, y las mujeres, con pequeños gritos. Gara-Kondu se quedó callado en un rincón. Y el sueño, en la ciudad, llegó hasta sus párpados. Se metió las hojas de la revista dentro del abrigo y, tendido en el banco, se quedó dormido.

Todas las mañanas, un susurro lo despertaba de su duermevela. Se iba antes de que la pequeña mujer apareciera en el portal. Cerca de allí había un callejón, orinaba detrás de las bolsas de basura y esperaba de pie en la oscuridad. De vez en cuando, un gato se le acercaba para frotarse el lomo contra su pierna. Después, a veces volvía al banco, o si no, se iba al subterráneo. Sentado en cualquier parte, cerraba los ojos. Murmuraba algo. Suspiraba y volvía a abrir los ojos. Desde que llegó a la ciudad tenía frío. Hacía mucho que tenía frío. Sentía el cuerpo envejecido.

-Documentación -exigió una voz autoritaria.

Lo metieron en un coche celular. En la comisaría le hicieron una ficha. Una ficha sin nombre, imposible de clasificar en ningún fichero. Algunas horas más tarde, Gara-Kondu perdió el conocimiento. Se despertó en el pasillo de un miserable hospital repleto de camas y enfermos. Se levantó y de nuevo estaba en la calle. En la ciudad, solo.

Vio un río. Calles estrechas y amplias avenidas. Parques llenos de árboles y caminos sin adoquines. Siguió de nuevo al sol. Se tumbó en muchos bancos. Recibió caridad sin agradecerla, como si se tratara de una costumbre incontestable de los vecinos. Y un día llegó a su banco.

Al amanecer, la pequeña mujer lo despertó ásperamente:

-¡Fuera! Vete de aquí o llamo a la policía.

Se fue al callejón y se puso en cuclillas. Ante él estaba el jefe de los ancianos:

-¿Cuándo te vas?

-Sí, me voy....

-¿Partirás antes de la tormenta?

-Sí, antes de la tormenta.

Las moscas zumbaban en el interior de la cabaña de tela. Se posaban en la nariz de Gara-Kondu y en el vértice de los ojos del anciano. Éste sacó un cuchillo de su vaina. Gara-Kondu le tendió el brazo. En medio de los dos había un cuenco de barro. El anciano bebió la sangre vertida en el cuenco, y metiendo su dedo en los restos dibujó un círculo en la frente de Gara-Kondu.

-Que el espíritu de la tormenta te guíe -dijo el anciano.

-Que el susurro sacie mi estómago -respondió Gara-Kondu.

Y partió, para llegar hasta aquel callejón. No había sol. En una pequeña ventanita se oyeron unos chillidos. Otros gritos más sonoros les respondieron. Algo cayó en algún lugar. Alguien se echó a llorar. Apareció un gato tras una puerta. Gara-Kondu se levantó y volvió al banco. Tras una cortina, un par de ojos le espiaban.

Un automóvil se detuvo al otro lado de la calle. Bajaron cuatro jóvenes. Gara-Kondu estaba ojeando una revista. Los cuatro jóvenes lo rodearon:

-¡Oye cabrón! -dijo el primero- vuélvete a tu casa.

-Me oyes, o tenemos que limpiarte las orejas, cacho cerdo -añadió el segundo.

-Si no te vas, tendrás noticias nuestras -concluyó el tercero.

El cuarto no dijo nada. Hicieron un gesto y cruzando la calle volvieron los cuatro al coche. El automóvil arrancó con violencia y se fue ruidosamente, dejando la calle vacía, muerta.

Gara-Kondu se fue y pasó el día deambulando por las calles. El cielo seguía siendo plomizo. La calle gris. En el desierto, lejos de allí, la tormenta azotaba por el este. En el interior de las cabañas, los ancianos soplaban en los tubos produciendo un penetrante susurro. Los jóvenes, formando un círculo cerrado, acompañaban el susurro con rítmicas palmadas. Y las mujeres, de forma intermitente, proferían pequeños y agudos chillidos. La arena se elevaba en remolinos cubriendo el cielo azul. Posiblemente, un joven espiaría el exterior, levantando las telas. Y algunos años más tarde, ese joven se marcharía del pueblo, porque el susurro que llevaba en el estómago estaba hambriento.

A la mañana siguiente había un círculo pintado de rojo en torno al banco en que solía estar Gara-Kondu. Gara-Kondu se sentó a esperar en una esquina del mismo. El susurro pasaba bajo sus pies. A pesar de cerrar los ojos, sentía el frío tras los párpados. Los coches pasaban más esporádicamente, la gente salió más tarde de sus casas. Los que salían no tenían prisa.

Aparecieron unos niños corriendo. Gara-Kondu les miró con extrañeza. Entraron en el cine del barrio, y la calle volvió a quedar en silencio. Algo más tarde, un joven pasó ante el banco, con un libro bajo el brazo y fumando un cigarrillo. La anciana que solía dar de comer a los gatos pasó junto a Gara-Kondu a las seis en punto. Poco después anocheció.

Los faros de un automóvil desgarraron la sombra de la noche, haciendo surgir ásperos reflejos en el asfalto mojado por la lluvia. Traía puesta la primera marcha. Desde fuera podía oírse el ruido de la música; la algarabía y las risas de unos jóvenes. El conductor aparcó subiéndose a la acera. Se abrieron las cuatro puertas. La música ocupó la calle. Gara-Kondu se levantó lentamente. Los cuatro jóvenes formaron un semicírculo, insultando al negro.

El círculo cada vez más cerrado empujó a Gara-Kondu hacia el portal por el que solía aparecer aquella mujer pequeña y robusta. Golpeó los cristales pidiendo ayuda. Gritó. Su queja se escuchó por encima de la música que salía del coche. Uno de los jóvenes se adelantó y le dió la primera cuchillada en el costado. Después se acercaron los otros tres. Le rompieron la mandíbula con puños de hierro. Una pequeña porra cayó con toda su fuerza sobre su sien izquierda. Se acallaron los gritos. Alguien abrió una ventana en la casa de delante y exigió silencio.

Los jóvenes agarraron a Gara-Kondu por las piernas y lo arrastraron hasta debajo de su banco verde. Volvieron corriendo al coche, que se puso en marcha antes de cerrar las puertas. Y se marcharon de allí. La pesada calma de las tardes de domingo se adueñó finalmente de la calle.

El lunes, la mujer que limpiaba el portal del 110-bis vació en la calle un balde de agua jabonosa. El agua intentó mezclarse con la sangre reseca del difunto Gara-Kondu. La mujer se extrañó un poco al ver al negro durmiendo bajo el banco. Empezó a acercársele enfadada, y entonces se dió cuenta de que podía estar muerto. Se pusó a gritar llamando a la policía, lívida. Los vecinos salieron a las ventanas, a la calle, los curiosos formaron un círculo en torno al banco. Bajo ellos, como todos los días, cada diez minutos, pasó el metro, atravesando bajo tierra la avenida con un sordo zumbido. El sol, tampoco aquel día se esforzó lo suficiente para superar el muro de las nubes grises.

 

© Mikel Antza
© itzulpenarena: Bego Montorio


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