La voz del difunto

Para J.A.

Él no sabía el camino. Pensó que quizás Antxon, al ser de Irún, lo conocería. También éste se había saltado la clase, y lo encontró en el bar, birlándole los apuntes a Anita. Sí, he ido muchas veces. Le explicó de qué se trataba. No hay problema. ¿Cuándo has dicho?

L. se quejaba de haber tenido que estar tantos días encerrado. Parece que ni siquiera tenía luz. Como todos los domingos por la mañana, los escasos viajeros del tren de las seis menos cuarto, con las piernas extendidas y las cabezas tras los periódicos, eran montañeros. Todavía era de noche. He tenido que leerme cuatro veces Germinal en francés. Le dijo que no había podido ser antes, que lo de la Asamblea los había tenido a todos ocupados. A ver si había noticias. Que aquél era el último agujero, ni siquiera el material se repartía como es debido.

Antxon estaba esperándolos en la estación. Aunque fuera una niñería, se presentaron por sus alias. Entre las grandes botas negras de monte, las zapatillas deportivas de L. parecían fuera de lugar.

El autobús también estaba lleno de montañeros. Iban los tres en silencio, L. seguramente, no muy tranquilo. Empezaba a amanecer cuando bajaron en Bera y tomaron un café en el único bar que estaba abierto. En Altzate había que pasar necesariamente ante la comisaría.

Antxon decidió que tomarían los atajos. Le parecía que L. tenía todavía el pelo demasiado corto y que aquel erizo los delataría. Si no sería mejor seguir los mismos senderos que el resto de la gente, y que eso nunca se sabe. Los adelantó una familia al completo. También había gente recogiendo setas. L. estaba nervioso, juró no almorzar hasta llegar a la cima. No era un camino empinado, pero sí sinuoso. Robles. Hayas. Ahí mismo está la antena. Hacía bochorno, y el peso de las mochilas, aunque ligeras, les había empapado las espaldas. Había restos de nieve diseminados aquí y allá, helados en las zonas sombríos.

El último tramo era de roca viva. L. quería llegar cuanto antes, resbalaba entre las piedras abriendo surcos. O sea que te ha entrado el hambre, ¿eh?, comentó Antxon.

En la cima soplaba un viento frío. Se dirigieron a un refugio de cemento desde el que les llegaban ecos de bullicio. Estaba lleno de chicos y chicas, algunos más jóvenes que ellos. Alguien destapó una gran cazuela llena de patas de pollo. Los petardos estallaban por doquier. Tiros de champán. Risas y gritos. L. miraba continuamente al reloj. Antxon le dijo que se calmara, que ya era hora, sí, que ya era hora de almorzar.

A las dos no apareció nadie bajo la antena. No querían mirar a L. a los ojos. El contacto había fallado. Pero podía estar tranquilo, no habían subido hasta Larhun para bajar de vuelta con él. Antxon se acercó a alguien que pensaba lo recordaría de una cita anterior. L. y él se quedaron mirando al Norte. En último caso, bajaré solo. Aquél era el contacto, pero parece que se le había olvidado dónde tenía que colocarse para que lo identificaran. Cuando se le acercaron los tres, aquel tarambana de contacto que más tarde sería de los más duros, le preguntó, según le dijo Antxon, ¿y a ti qué te pasa?

Se había adormilado con el zumbido del autobús y la parada lo despertó. Cerezo de Abajo, leyó en un cartel junto a la carretera, y pensó que se trataría de algún control, allí mismo los habían hecho detenerse la última vez que fueron a Herrera de la Mancha. Pero la gente se había levantado y empezaba a sacar los bocadillos, no había control. Ahora habían dispersado a los presos y ya no se podían hacer marchas de solidaridad, intentaban romper su unidad, conseguir su rendición. De los del pueblo, dos estaban en Almería y uno en Puerto de Santa Maria.

Salió. Respiró con gusto el aire fresco. Se desperezó. Todos lamentaban aquella muerte, había incluso quienes habían comprado dos periódicos. Fue la madre de Rafa la que llegó con los diarios, y al ver el titular, se abalanzaron todos desde la plaza hacia la carretera, a la esquina donde el distribuidor de prensa le dejaba a Carlos los paquetes. Para cuando abrieran el estanco la mitad de los Egin estarían vendidos. Makatza se acercó ofreciéndole una bota.

Mientras desayunaban se hicieron todo tipo de comentarios. Algunos no lo creían, era una intoxicación informativa, una noticia manipulada por las agencias. Pero el resto de los diarios no traía nada, ni siquiera El País comprado en Cerezo; no era una información de agencia, lo que resultaría extraño en caso de ser mentira. Los defensores de la hipótesis de un atentado, por su parte, tuvieron que callarse ante el enfado de Makatza. Los argelinos sabían hacer bien las cosas, y justamente por eso habrían dado también los nombres de los heridos, para evitar cualquier intoxicación; había sido un estúpido accidente y punto. Pero nadie quería creerlo, todos deseaban aferrerarse a alguna delirante posibilidad, finalmente habría salido con vida, aunque malherido. Todos tenemos que morir, cortó sin embargo Makatza. Un estúpido accidente y punto. «Perdió la vida».

Recordó el artículo que hacía poco había escrito con motivo de la publicación en castellano, en contra de la voz y el deseo del difunto, de una entrevista que le habían hecho. No quería pensar que estaba equivocado, pero se daba cuenta de que lo que él criticaba, el hecho de no haberla publicado en euskara, era algo secundario, marginal, relegable, y que así sería siempre con el euskara: su reciente muerte demostraba que era como si los periodistas le hubieran hecho redactar su testamento, lo mataron en aquel mismo momento. Hablar, morir.

Egin publicaba una nota, ahora que estaba muerto: «no habiendo podido conseguir en el último momento la casete con sus palabras»... Su voz se había perdido. Era un difunto y había enmudecido para siempre. Parecería que al morir tendría que haber conseguido el derecho a existir en euskara, pero su voz se había perdido, y ahora había que completar sus palabras... «hemos tenido que traducir al euskara el texto publicado por Egin el 26 de noviembre». Makatza tenía razón, se hace lo que se puede, claro, pero aquella era la más traidora de las traducciones. ¡Qué largos viajes tiene que hacer un difunto!

Era cierto que descuidos como aquel no se solucionaban maldiciendo a los periodistas, que el problema era más profundo, pero calló, anhelando que los problemas secundarios pudieran ser resueltos antes de sacarlos a plena calle. Los problemas secundarios no han de ocupar toda la calle. Y calló, para que los de siempre no criticaran el todo basándose en la parte.

Sabía que tendría que responder con ironía, a la defensiva, a las maliciosas miradas de sus racionales compañeros de facultad, y que tendría que oír hablar de la manipulación lingüística, que la grabación del difunto se había perdido porque no estaba en euskara... ¡Qué listos! ¡Entraron a la cárcel para salir de ella! Y se maldijo por permitir que, en muchas ocasiones, lo dejaran tan desarmado, con la prioridad de los problemas que ocupan toda la calle.

«Perdió la vida», ¡estúpidos periodistas! Eso es lo que nunca perdió el difunto.

Ordenaron a todos los que tenían ficha que se reunieran y se prepararan, porque estaban destinados bastante lejos. Por la noche, tras esforzarse en vano por convencer a aquella pequeña tropa, tres de Bilbao y L. desertaron. No le gustaba tener que hacer el servicio militar bajo una bandera ajena, pero matar en su nombre... Además, estaba seguro de que al final no dispararían contra los marroquíes que estaban ocupando con la marcha verde un territorio que no era el suyo, sino contra los saharauis. Y aquellas malditas detenciones en el pueblo... Para cuando la guardia civil fue por segunda vez a su casa, él estaba ya en el País Vasco norte.

Le llamó un mes después y fue con Antxon a visitarlo. Le habían buscado trabajo en una imprenta. Estaba contento porque podría mejorar su francés escrito y porque dos compañeros de trabajo eran vascoparlantes. Más tarde, al cabo de algunos meses, las frases de L. se poblarían de «fite», «finitu», «futitu» y términos parecidos.

Habían pasado un día entero juntos cuando la amnistía del 76. No veía claro lo de volver, tendría que cumplir el servicio militar, además él, L., el ácrata que tenía pánico a las organizaciones, el aficionado a Zola y Maupassant, cumpliría las palabras del Comandante, seguiría su estela, y se quedaría allí, no volvería. Que se estaba haciendo acrítico, la Organización y no las personas. Sí, pero la organización la forman personas. Pero las personas se podían cambiar, no hay nadie imprescindible. Y L. le miró a los ojos, no, a largo plazo, no.

Las visitas se fueron espaciando. Lo contrataron como profesor en Seaska, se casó con una chica de Baigorri, al de poco tuvieron un hijo. Organizó allí su vida. Un diario madrileño lo nombraría entre «los cien más buscados» por la policía española, con una foto de la mili.

Hacía un año desde que lo vió por última vez, con el brazo y la cabeza vendados, consecuencia leve de un indiscriminado atentado del GAL. Parecía tranquilo, y él seguía sin comprender aquella frialdad, de casa a la ikastola, de la ikastola a la compra, hay que vivir, al menos sirve para demostrar la barbarie de los dos estados. Hablaron de la Organización-Providencia y del Comandante-Mesías. Pasaron todo el día juntos, en esta ocasión haciendo las correcciones de la traducción de Boule de suif que acababa de terminar.

También aquí hemos llegado puntuales, L. Eres tú el que se ha impacientado. Los abogados son pesimistas por oficio, pero éste no sabe si te dejarán libre o te llevarán a Carabanchel, es una lotería, parece que la politíca con los entregados es muy variable, tenías razón, los análisis políticos no valen para nada si no tienes el arte de la intuición, al menos ya no tendrás que acabar la mili, y lo otro ya te lo amnistiaron, aunque en la prensa de siempre han aparecido acusaciones, de todas formas, el abogado dice que nos dejarán abrazarte, y para eso hemos venido del pueblo, un autobus entero L., un lunes laborable, quizás no tengas ganas de abrazos, pero después de cuatro días en manos de éstos, mientras subo las escaleras de la Audiencia Nacional, no sé cómo voy a explicarte, no, no me digas que el artículo era bueno, no se cómo voy a explicarte, que se ha apagado la voz del Comandante que consiguió la obediencia de un ácrata, aquella voz que era luz, y no palabra.

 

© Koldo Izagirre
© itzulpenarena: Bego Montorio


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