Color de rosa

-Es una pena lo de esa chica. Yo la conocí durante el año y medio que estuvo trabajando aquí; era una chavala sencilla, muy maja.

Cuando vino aquí, ¿qué tendría?, no más de veintidós años, era una muchacha bonita, de pelo rubio y tez sonrosada.

Su padres son de Beasain, no creo que sean muy mayores, yo diría que seguramente más jóvenes que yo. Es gente de cierta categoría, el padre debe tener un taller mecánico bastante importante y viven en una casa elegante, con criadas y todo eso, no les falta de nada. Gente de dinero; gente orgullosa, diría yo. Hace unos quince años, sí, sería allá por el sesentaicuatro, se hicieron un chalet en la carretera de Ormaiztegi y toda la familia se fue a vivir allí. Tienen dos hijos, creo, hijas sólo una, ésa, Lurdes.

Vino aquí como tú, de jardinera, no tenía otra cosa y necesitaba el trabajo; seguramente lo necesitaría más que tú, porque tenía un hijo pequeño al que criar ella sola. Parece que era muy buena en los trabajos manuales y que sabía hacer cestos, bandejas y figuritas de mimbre, ¡pero eso no da dinero! No sé si fue por medio de un viejo amigo o cómo, pero la cuestión es que le encargaron el cuidado de las flores aquí, en San Sebastián.

Fue en aquella época cuando empezamos a poner más rosas en los jardines de San Sebastián: la silvestre, floribunda, y la trepadora, excelsa, en las paredes de Amara y también por ahí, por Gros. Ahora ya quedarán pocos ejemplares porque en lugar de las floribunda pusimos polyantha -es algo más pequeña pero tiene la ventaja de aguantar más-, y las trepadoras se nos estropearon casi todas un mal agosto por culpa de la marsonia y los hongos subterráneos.

Pues eso, que vino y enseguida se ilusionó. Era ella la que transplantaba las flores ¡y cómo las cuidaba! Daba gusto sólo con verla. Además, era muy guapa. Con lo bonita que era y los estudios que tenía, parece raro, ¿verdad?, que anduviera en un trabajo como éste; bueno, los padres no debían estar muy de acuerdo, pero apenas los veía; ni quería hacerlo, porque era una chavala independiente, de las que les gusta andar a su aire.

Dicen que en Beasain llamaba la atención ya desde pequeñita por lo guapa que era. Con el pelo completamente rubio, y unos dulces ojos verdes, cuántas veces no la seguirían hasta casa los muchachos del pueblo, para meterle mano; pero Lurdes sabía cuidarse sola, hasta que...

De repente, así, sin avisar -¿qué tendría, dicisiete años?-, lo plantó todo y se escapó de casa con un mamarracho.

No sé ni de dónde era ni cómo se llamaba el tipo aquel: Lurdes nunca habló de él; pero el caso es que la jodió bien jodida: primero le hizo un hijo y luego la dejó plantada. Debía ser un tío de buena planta, un desgraciado. La cosa es que cuando ella llegó aquí el chico ya la había dejado, o igual la que lo dejó fue ella, vete a saber, que esas cosas si no te las dicen, no hay quien sepa, y de eso hablábamos poco; lo único que sé es que el chico se fue a Bilbao y ella se vino a San Sebastián, y acabó en este asqueroso taller.

Su hijo tendría entonces unos dos años, y cogieron un piso en Trintxerpe: un piso pequeño, suficiente para los dos.

Al ser la única chica, y además rubia y bonita, parece que los padres la mimaron mucho, pero así y todo era una chavala sencilla, humilde, que se alegraba con cualquier cosa... una chica de buen corazón.

Si se marchó de casa de sus padres, no sería sólo por culpa de ella. Muchas veces se les pide demasiado a los hijos -se pide y se pide y luego, de repente, ¡zas!, explota por donde menos se espera- así que no es de extrañar que viniera aquel hijo de puta y se la llevara. ¿Que fue él el que la perdió? ¡Si no hubiera sido él, la hubiera perdido otro! Con la forma de vida que tenía, siempre con un cortejo de hombres... ¡Si hubiera sido más dura con ellos!... Pero ella era así, también con su cuerpo era, no sé, sensible... Era encantadora.

Me acuerdo de cómo trataba las flores. Trabajaba muy bien, empezando por los transplantes (ella misma traía tierra nueva, en un R-4, de Ulia, del sitio ese del Ayuntamiento) y siguiendo con los riegos, los abonos, poniendo los plásticos... Puedes estar seguro de que una planta transplantada por ella no se marchitaría, ni se le quemarían las raíces ni se le helarían. Y tenía una mano para podar, como no he visto otra; y no es ninguna tontería: ya te darás cuenta de eso, si podas mal, además de que las flores salen más pequeñas, también se debilitan las ramas y se ponen así, como las vides... Ya aprenderás, ya, con un poco de tiempo, los trucos y los manejos.

Entonces, mientras trabajaba aquí, se enrolló con otro chico. Igual estoy dando la impresión de que era una chica fácil, pero no creas. También entre nosotros hubo quien intentó sacar tajada, el Emilio ese... pero le entró mal, fue muy... violento desde el principio, ella le rechazó y él se calentó, ya sabes, y -¿de esto chitón, eh?, que si llega a oídos de él sabrá que lo he contado yo-, un día, el hijoputa ese intentó violarla, ahí, donde los semilleros, cuando los demás habíamos salido, pero ella no se achicaba, era fuerte y parece que se defendió, le debió dar una patada en los huevos, o algo así, y lo dejó listo.

Pero te iba a contar lo del otro chico. No vi cómo empezaron, pero el caso es que al de un tiempo el tipo aquel, un tipo flacucho, de mirada viva, empezó a venir a buscarla, y después los vi también un sábado paseando, con el niño de ella, que se llamaba Unai y era entonces un crío regordete y sano.

Ella medio se enamoró de aquel muchacho flaco. Ya se sabe, las mujeres se entregan al que les da fuerza, y él le tenía bastante cariño al crío pero, ¿también necesitaría algo más, no?, además llevaba una vida bastante desgraciada, salía de trabajar, recogía al niño en la guardería, y encima sus amigos de Trintxerpe no eran muy allá, gente medio infiltrada, ya sabes, con otro tipo de gente suele ser diferente.

Pasarían así unos cinco o seis meses, empezaron a principios de primavera y ocurrió en setiembre.

Ya sabes lo que es San Sebastián en setiembre, gente a montones, que si las regatas, que si el buen tiempo, esto y lo otro, el festival de cine... Fue justamente cuando el festival de cine. Estábamos ahí, en los jardines del Boulevard, Lurdes, Ramón -uno de «limpieza» que se ha jubilado hace poco, de Intxaurrondo-, y yo; Ramón estaba recogiendo hojas, yo andaba con la manguera y Lurdes estaba limpiando las flores; me acuerdo que había brotado un cabrón de retoño y ella estaba trabajando con la sierra pequeña. A la altura del Guria en cambio, como todos los mediodías, había un montón de gente sentada en la terraza: gente de cine, actores, señoritas, y así; paseantes y energúmenos, y también personal con algo de clase. Hacía buen tiempo y el sol calentaba suavemente.

Y de repente, ¡brrrrrrruum!, un estruendo increíble, levantamos la cabeza y, justo delante del Victoria Eugenia, se había levantado una nube de polvo; luego vinieron los gritos, las sirenas, y todo el follón: un atentado. Se cargaron a un policía que iba en una furgoneta e hirieron a otros dos.

El caso es que al de unos quince días o así, publicaron en la prensa la fotografía de un tipo implicado en el atentado: ¡era el mismo con el que Lurdes había salido aquel verano!

Por supuesto, no volvió a aparecer. Al principio Lurdes lo llevó bien, luego empezó a ir cada vez más cuesta abajo y... una vez le pregunté: «¿No te escribe?» Y aquellos grandes y tiernos ojos suyos se alzaron y con una triste sonrisa, me dijo «no», nada más. Después he oído por ahí que el chico ese se escapó. Total, que también aquél la abandonó; y eso que no era una chavala como para dejarla.

Luego anduvo indecisa. Bajó bastante en el trabajo y, aunque al cumplirse el año le renovaron el contrato para otros seis meses, no había buenas perspectivas, decían que había que reducir la plantilla, que éramos demasiados, ¡al final siempre lo paga el último que ha llegado!

Pero la historia esa de las drogas empezó antes de que se marchara de aquí. Lo haría en Trintxerpe, con su cuadrilla, o yo qué sé cómo se hacen esas cosas. Cada vez se la veía más débil, los lunes traía unas resacas terribles; ¡cagüendios!, si yo hubiera sido más joven, le hubiera ayudado... pero la edad, ya sabes, no siempre es fácil hablar... así son las cosas.

En un momento dado se vió ya sin perspectivas. Se había ilusionado con aquel último chico y, cuando la dejó, tocó fondo. Siguió con aquellos desgraciados amigos de su barrio, que no serían las amistades más apropiadas, y yo creo que fue ahí donde empezó a matarse.

Recuerdo su carácter libre. No aceptaba cadenas ni ataduras, quería vivir totalmente a su aire, y al niño también quería criarlo en ese estilo de libertad. Lo mismo que aquí; si trabajaba bien era porque le gustaba el trabajo y porque no había nadie que le mandara, a su ritmo, siempre a su ritmo, con todo su cariño, tenía unos detalles... Una vez que se bañó en la playa y estaba contenta, me puso una pequeña rosa roja aquí, en la camisa...

De todas formas, no hubiera aguantado mucho tiempo aquí, siempre hay discrepancias entre la gente y ella no era muy fuerte para esas cosas. Con Emilio, por supuesto, evitaba encontrarse, y al final estaba ya a disgusto.

El caso es que un día se le acabó el trabajo y se marchó, y nunca volvió a aparecer por aquí. Desde entonces yo sólo la vi una vez y estaba muy desmejorada, había perdido su color sonrosado, con unas ojeras... Luego Portu, que es de Beasain, nos contó lo que había oído en el pueblo: que se había enrrollado con otro tipo y que se habían ido al Mediterráneo -no sé si no dijo que a Ibiza-, que andaba descalza con el niño a cuestas, haciendo algunas cosas de mimbre que luego vendía...

En aquel momento apareció Emilio, interrumpiendo la disertación de Joxe.

-¡Bueno, habrá que trabajar, no! -dijo, medio en broma, medio en serio.

Ni Joxe ni Mikel dijeron nada.

-¿Qué andáis ahí, con esas caras tan largas? -preguntó Emilio, con tono autoritario.

Mikel le tendió el periódico señalando una pequeña noticia.

«Joven beasaindarra, muerta en Sitges».

En cuanto lo leyó, a Emilio se le torció el gesto; luego, con la mirada baja, dobló el periódico, murmuró «¡pobre chica!» y salío del local.

Pasado un momento:

-Cabrón... -dejó caer Joxe.

-A ese lo mejor, cortárselos con unas buenas tijeras... -dijo Mikel con rabia.

Pero el rostro de Joxe exhibía un amargo gesto de desolación mientras recogía los restos del almuerzo en una bolsa.

 

© Pablo Sastre
© itzulpenarena: Bego Montorio


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