Julen Larrinaga

 

La habitación última

 

Hacia finales de ampuloso verano de 1990, Fermin Etxepare volvió a soñar con hondos espejos que lo acechaban desde el esparto de una noche cóncava. Había apagado la tenue luz de la mesilla, durmiéndose con rapidez; atrás quedaban ya el viaje en avión, el frío aeropuerto de Ginebra, el taxi solícito, la desmantelada recepción del hotel en la KAF, cuya sola visión instaura un inmediato vértigo de imágenes emotas y ciega los ojos; soñó que recorría (con velocidad creciente) un laberinto de imágenes triplicadas y que él mismo estaba también monstruosamente triplicado; soñó (pero esto ya con un horror ciego) que se asomaba a un espejo y no se veía reflejado. Entonces descubría (como se descubre en los sueños) que estaba encerrado en el interior de un espejo inverosimil; entonces gritaba con voz horrible, pero al instante un pánico minucioso lo hacía callar con vértigo: el espejo podía romperse.

        Etxepare despertó bruscamente y respiró con agitación; fuera de la ventana, la incipiente luz del amanecer sobre las desvaporidas tinieblas confería a la ciudad un aspecto irreal. Con un principio de fiebre, se levantó y alcanzó el pequeño lavabo de la esquina del cuarto, temblorosamente, con profusión no exenta de torpeza, se mojó la cara y también los cabellos. Luego, tras pasear nerviosamente por la reducida pieza, se dejó caer en la cama. Pensó que no hay sueño que no sea un símbolo. Pensó en la sentencia coránica inspirada en Heráclito, que afirma que los hombres duermen y sólo despiertan cuando mueren. Sintió de algún modo (pero ese modo era ya una certidumbre poderosa) que la pesadilla poblada de vívidos espejos era una premonición honda y fatal. No juzgó imposible que ello se debiera al nerviosismo que le provocaba este último viaje.

        Inmóvil en la cama estpicta, Etxepare dejó girar sobre sí las horas muertas de la mañana. Revisó minuciosamente el plan trazado, demorándose en detalles inútiles que una y otra vez lo distraían del objetivo principal. Ciertamente, le sedujo pensar que en dos días, tal vez a lo sumo tres, estaría de regreso en casa, seguro, tranquilo, ocioso.

        Como otras veces, como siempre, sólo tenía que hacer entrega de un cuadro, acaso hablar también de otros proyectos (que ya no pensaba cumplir) y recibir luego parte del cálido dinero. No tenía porqué haber complicaciones (nunca las había habido, salvo algún oscuro policía en la aduana, salvo aquel coche en Roma), pero añoró de repente el calor estudioso de su despacho en la Facultad de Arte y también la cómoda tranquilidad de las clases ocasionales y también la rutina laboriosa del hogar. Todas esas cosas, hace poco banales y tediosas, eran ahora ganosamente necesarias.

        Etxepare consultó varias veces el reloj de la mesilla, al principio con indiferencia y después con desasosiego y con preocupación. Alarmado por una idea súbita, se incorporó bruscamente y comprobó con cuidado el cable del teléfono, pero éste se hallaba bien conectado. Con alivio, volvió a tumbarse en la cama. Para distraer de algún modo el tiempo, alcanzó el libro que había comprado en el aeropuerto y lo abrió por la marca del separador. Leyó distraidamente algunas páginas, pasó y hojeó otras, lo detuvo la sentencia de Plutarco que afirma que el hombre de ayer ha muerto en el de hoy y éste en el de mañana; largamente, dió en recordar algunas imágenes de su juventud. De aquella época intolerable, llena de privaciones, lo separaba ahora una madurez acaso más intolerable, porque la meta ya no era llegar a algún sitio sino simplemente perdurar. En las altas noches solitarias de esos años lejanos, bajo la potente lámpara eléctrica de su mesa de estudiante, había examinado con lentitud poderosa los insuficientes volumenes que cada mes adquiría en la librería del barrio viejo; más de una noche de voluminosas tinieblas, insomne, arrebatado casi a la vida física, había caido en el vértigo y en la desesperación. Años más tarde, del pálido estudio de la metafísica lo apartó la felicidad; acaso la felicidad de la pintura, que para él era luz y color. Con 22 años descubrió su vocación en la pintura; con 25 años, alguno de sus cuadros se expusieron en una galería; diez años más tarde, le otorgaron la plaza de profesor titular en Arte del Siglo XVIII. Las clases, las monótonas clases bien impartidas, sus cuadros ocasionales que luego donaba, el círculo de anticuarios, los pacíficos domingos en el campo; hay quien perpetra una sosegada virtud con la secreta esperanza de alejarse un trecho más del infierno que magnético y voraz nos espera al fondo de los años. Etxepare nunca había sido la excepción, pero una tarde lluviosa, la opinión de su amigo el profesor Markus en el café de la Sociedad de Anticuarios lo desconcentró. Oscurecía; alrededor de la concurrida mesa discurría prolija, la conversación. Alguien había hecho notar que la expléndida tesis de Swedenboro de que todo hombre es en cada momento, lo que ha sido y lo que será, era demasiado mágica para coincidir con la realidad. Efusivamente animoso Etxepare dijo que nada mágico había en dicha tesis, porque ella concernía al talante moral de los hombres, artífice de Bien y del Mal y, por lo tanto, único depositario de todos los hechos que a un hombre le ocurrirán. Hubo gestos de aprobación en la mesa y Etxepare aspiró el humo de su tabaco con delectación, observando uno a uno el rostro de los contertulios. Lo detuvo, sin embargo, el lento gesto desaprobatorio del profesor Markus. Con ojos brillantes, con una voz que era algo más que una voz, el profesor Markus dictaminó que el talante moral nunca había sido el verdadero artífice del Bien y del Mal; dijo que no había ni Bien ni Mal; dijo que solamente existían el tiempo y la circunstancia y que toda conducta podía ser alterada por el minucioso azar; dijo que Judas Iscariote estaba en un mal momento y en un lugar equivocado y que si se repitiese la historia no volvería a vender al Señor; dijo (y esto lo recordaba Etxepare todavía nítidamente) que todo hombre es apenas un actor de una obra enigmática e inmensa y que su proyección en la obra está ciertamente condicionada por el momento exacto en que realiza todas y cada una de sus entradas al escenario principal; dijo finalmente: «¡Sí señores, el tiempo y la circunstancia!».

        Esa noche Etxepare no pudo dormir bien, porque lo alcanzó una pesadilla de caserones y de ciénagas y de espejos que reflejaban a una multitud de muertos. Meses más tarde, el tiempo y la circunstancia arrastraron trivialmente a Etxepare a un casino de juego. Esa noche profunda y fatal, Etxepare perdió su primera cantidad insospechada de dinero. Luego vendrían otras más, luego también las oscuras llamadas telefónicas de madrugada, los avisos brutales, el nebuloso alcohol, las excusas en la Sociedad de Anticuarios y las pesadillas recurrentes, donde los solitarios focos de un automóvil en la oscuridad recortaban su sombra intolerable contra el largo paredón de su casa. Pasó el tiempo; imperceptible en la infinita trama del mundo, el minucioso azar lo llevó un invierno a Londres (no al geométrico Londres de mapas y catálogos, sino al excesivo Londres Chesterton y Stevenson), donde se celebraba un congreso. Aquí los hechos se abisman y acaso se confunden con el destino al que propende todo hombre. Etxepare da en pronunciar una conferencia que logra algunas felicitaciones; este hecho le anima, en su fuero interno sabe que aún tiene mucho que decir. Habla con algunos colegas; en la penumbra del pasillo multitudinario cree reconocer al profesor Markus; éste, como apotado de una sombra, lo saluda con efusión y luego le presenta a unos amigos de cierto circulo de anticuarios de Oxford. Secretamente exultante por estar lejos del presente intolerable, Etxepare bebe con aquellos hombres y luego los acompaña a una comida y luego a un caserón a las afueras de Londres, donde hay una fiesta o una subasta privada.

        Entorpecido por el alcohol cree ver una imposible tela original de Renoir en la pared de una salita, no recuerda como ha llegado a la salita;alguien (pero ese alguien tenía ya en el rostro una sonrisa indescifrable) le asegura de repente que ve bien, que es el original que las gentes creen admirar todavía en un museo de Nueva York. Etxepare, al principio, no entiende, pero ya el profesor Markus había descorrido fabulosamente un cortinón que ocultaba una pared lujosa en cuadros; Monet, Cezanne, Watts Con asombro infinito, Etxepare certifica que todos son originales, un círculo de hombres lo rodea: alguien habla de las inmensas posibilidades del arte, alguien pronuncia (o Etxepare cree oir diferenciada) la palabras «falsificación», alguien le da unas palmadas, alguien abre y le muestra un pequeño cofre con joyas. Al mes siguiente, Etxepare era ya un miembro de la organización; comenzó entonces una nueva vida de dinero abundante, de vastas noches y días imitando ser De la Croix ó Tiepolo, de viajes cuidadosos; una nueva vida cuya última etapa necesaria llevaba el nombre de Suiza. Después vendría el descanso, la justa retirada, quizás buscar una tardía mujer. Todo esto lo pensaba lentamente Etxepare en la habitación del hotel.

        Sonó de pronto el teléfono, urgente, progresivamente imperioso. Etxepare lo descolgó con lentitud y habló unas pocas palabras; luego anotó una dirección y también una hora y un nombre. «Sr. Knap», deletreó silenciosamente, y sintió que aquel momento ya lo había vivido, acto seguido, como si despertara de un torpe sueño, se incorporó y permaneció unos segundos quieto, en el centro de la habitación. Con los ojos cerrados, repasó mentalmente (trató de repasar) el origen de los pasos que lo llevarían hasta el final del día. Complejamente pensó que las matemáticas convenían a la misión, que anticipar y ordenar todos los pasos en una necesaria y exacta secuencia conjuraría toda intromisión del caos, que el paso A debería llevar inexorablemente al paso B y éste al C y al D. Y así sucesivamente hasta converger todos en el ineludible punto final, sin ningún tipo de error, sin ninguna contingencia. Luego, iniciando acaso el primero de los pasos (sin el cual los demás no existirían), se cambió de ropa y se afeitó meticulosamente. Acto seguido, abrió la maleta de viaje y extrajo un largo tubo de cartón, y del interior del tubo un rollo de tela que desenvolvió con lentitud.

        Observó por última vez la esplendida tela de Watteau (el original, no la falsificación que ahora admiran en París) y volvió a introducirla con cuidado en el tubo y éste en la maleta. Bruscamente precavido, antes de bajar a la calle descorrió un trecho la cortina de la ventana y miró.

        Etxepare abandonó el hotel y se dispuso a cruzar la calle hacia la parada de taxis; el tráfico era intenso y caótico, el sol, perpendicular en el cenit, anulaba toda sombra. Cruzó con rapidez, pero en ese instante creyó distinguir, inmóvil y fantástica entre el gentío de la calle opuesta, la imposible cara del profesor Markus; se detuvo asombrado, dudó, y acaso no pudo ver el coche que ya se le echaba encima, sintió el golpe brutal, sintió (pero ya de un modo confuso) que tenía la cabeza mojada y que estaba tirado en el suelo. Con asombro infinito, susurró débilmente: «No puede ser que esté lloviendo». Antes de hundirse en la oscuridad, con los ojos aún abiertos, vislumbró que un círculo de gente lo observaba desde lo alto. También oyó un silbato de policía.

        Los teólogos han definido la eternidad con la simultánea y lúcida posesión de todos los instantes del tiempo; desordenadamente parejo, Etxepare sintió que llovía lentamente sobre su rostro, sintió que estaba aprisionado y que le envolvía un febril sueño de espejos, sintió que un hombre enmascarado lo cegaba, con un foco intolerable y le clavaba una aguja, sintió que estaba arrojado en la carretera, sintió el oscuro paso del tiempo, sintió que el profesor Markus lo llamaba desde el fondo de un desvencijado corredor, sintió que se hallaba en el interior de un vehículo y que éste se movía a gran velocidad, si acaso se movía.

        Cuando abrió los ojos, Etxepare comprendió confusamente que yacía en la cama de un hospital; por la estricta ventana una remota luz pálida (acaso la primera o la última del día) definía el contorno de un armario, una mesa, una silla y un lavabo. Desorientado, absorto, incapaz de explicar el presente, recordó inopinablemente el nombre del Sr. Knap; inmediatamente después, el viaje, el hotel, la impostergable entrega del cuadro de Watteau.

        Urgido por la imperiosa necesidad de hacer algo, Etxepare se levantó y abrió la puerta; un limpio y largo pasillo se extendía silenciosamente a izquierda y derecha, donde se alcanzaban a ver otras muchas puertas iguales a la suya. A lo lejos, casi estáticos en la distancia, algunos pacientes paseaban con morosa lentitud en grupos o en solitario; un suave aroma indefinido (no el aire estricto del hospital, no el olor a jabón del suelo recién fregado) flotaba en el aire de la galería. Con un principio de duda Etxepare avanzó; lo detuvo; al de poco, una enfermera. Con ademán nervioso, Etxepare preguntó por su convalecencia, inquirió por sus efectos personales, interrogó, exigió atropelladamente. La enfermera le informó que había sido atropellado por un coche hacía cuatro días; de seguido, con otra voz, le reprochó haber salido de la habitación sin consultar a los médicos. Dijo:«Su estado parece ser bueno, pero hay que ser prudentes». Insatisfecho, Etxepare hizo nuevas preguntas, pero a un leve gesto de la enfermera los inmediatos celadores le acompañaron eficazmente hasta su cuarto, donde se le informó que estaban todas sus pertenencias.

        Con un frenesí que invalidaba todo metabolismo, Etxepare revisó el armario y luego los cajones y después los bolsillos de su ropa; inutilmente encontró la cartera, 500 francos suizos, unas llaves y el encendedor de plata que un día le hubiera regalado una amiga. Desesperado se arrojó a la cama. Watteau, gimió, la tela de Watteau. Sintió un frío horror, sintió una infame resignación, sintió al fin una secreta furia elemental, porque el rostro vertiginoso del profesor Markus en el momento del atropello lo trabajaba ya con rapidez. Era necesario pensar, era necesario actuar; frío y fatal, eficaz, progresivamente lúcido agotó con oscura precisión todas las posibilidades: sicarios al mandado del profesor Markus lo habían hecho atropellar de forma estudiosa a la salida del hotel para arrebatarle el cuadro o el profesor Markus pretendía alertarle de un peligro o un automóvil casual lo había embestido inevitablemente perdiéndose el cuadro o los médicos le había robado y dictado su ingreso en un manicomio o acaso todo a la vez. Laboriosamente después, reflexionó que todas esas posibilidades eran vanas, e ineficaces porque no abolían la única realidad que importaba, porque no mitigaban el hecho unánime de la ausencia del cuadro. Entonces sintió que estaba perdido infinitamente; entonces sintió que el Sr. Knap lo alcanzaría y le daría muerte.

        El paso insaciable del tiempo, hacedor espléndido del Cosmos, afantasma a los hombres y herrumbra los tesoros que otras generaciones saqueaban; sobre Etxepare giraron abismadas las horas, grávidas de ideas infructuosas. Pensó: «He sido traicionado pero me vengaré». Pensó: «Tienen que creerme». Pensó: «Tengo que huir». Lo interrumpió de pronto el ruido de la puerta al abrirse; un médico le anunció que tenía visita; un hombre entró seguidamente que un coche del Sr. Knap le esperaba abajo. Aturdido, tembloroso, rendido al destino, Etxepare se vistió y lo siguió por los pasillos. Lo minuciosamente impropio de la realidad, el contenido silencio de los corredores, el saludo efusivo y súbito de un paciente, el pasillo, las furtivas miradas de algún médico. Antes de abandonar el hospital, Etxepare sintió de un modo físico la unánime presencia de una confabulación secreta y continental.

        El coche se deslizaba con fluidez por la carretera, cercada de bosques; el sol rotundo de la tarde tenía el calor del ámbar. Desde el asiento de atrás, Etxepare divisó los estáticos y nebulosos paisajes que bordean el lago Leman; en el espejo retrovisor, ocasionales, los lentes ahumados del chofer reforzaban el silencio. Antes de una hora ya habían llegado.

        A orillas del lago Leman, contra el cielo incendiado de púrpuras, se alzaba fantástica la mansión del Sr. Knap; un algo gótico la hacía profunda y eficaz. Etxepare (que jamás había presenciado un atardecer tan hermoso y cruel) descendió del coche y respiró con vigor. Delante, el caserón magnífico, los jardines y la neblina del lago le pudieron parecer irreales, porque más allá lo esperaba la incertidumbre y tal vez la muerte. El chofer extendió el brazo y Etxepare avanzó por el camino hasta la entrada principal. Los numerosos coches aparcados junto a los jardines indicaban que había una fiesta y que ésta era concurrida. Algunos invitados, rezagados, todavía entraban; en el lateral de la casa, un tránsito de sirvientes ayudaban a descargar de un camión una sucesión de objetos embalados.Etxepare de lejos, reconoció la forma rectangular de los cuadros y pensó que, a pesar de todo, la subasta aún no había comenzado. No sin él.

        Todas las épocas poseen su propio fanatismo, su particular desmesura; el salón principal de la casa, plagado de gentes, cargado de lámparas espléndidas, luz, altas columnas y música que todo lo embargaba, bajo un dire que de algún modo sintió plutónico. Poco después, su vista tropezó con una persona a la que extrañamente creyó reconocer en la multitud. La siguió sin decir nada, obedeciendo el levísimo gesto hecho con los ojos. Atravesaron el repleto salón; por unas escaleras, descendieron brevemente hasta llegar a una especie de salida privada. Sin duda, allí se realizaríala subasta privada; sin duda, allí tendría que ofrecer sólidas explicaciones, tal vez rogar. Abrieron la puerta; en el interior, de estricta etiqueta, algunos hombres conversaban pausadamente en mesas y sillas. Cuando entraron, Etxepare esperó un silencio espeso y perfecto, una sucesión de rostros girados convergiendo en su figura. Nada de eso pasó, ninguna conversación se detuvo. En el lateral, varios de los cuadros embalados que Etxepare había visto descargar trabajosamente de los camiones, entorpecían el paso a otra puerta, agolpados contra la pared; un gramófono (tal vez una radio) hilvanaba largamente una canción. Se sentaron, su interlocutor dijo que se llamaba Knap, Klaus Knap. Hubo, luego, algunas formalidades. Sin tiempo que perder, Etxepare pensó que llevar la iniciativa sería conveniente, que anticiparse estudiosamente a los hechos mitigaría de algún modo la realidad intolerable. Sin preámbulos, sin ninguna impostura en la voz (porque en realidad ya había perdido toda esperanza), dijo: «El cuadro de Watteau ha sido robado». Knap no contestó; junto a él (repentinamente junto a él), en la mesa contigua, un anciano miró a Etxepare y se rascó la cabeza con gesto lento.

        ¡Un cuadro! —silbó con asombro—. Un cuadro que desaparece o lo roban. Eso ocurrió hace mucho tiempo. Hubo una exigencia de cuentas; hubo unos disparos; luego enterraron al muerto (porque hubo un muerto) en la parte trasera de la casa.

        Etxepare casi no escuchó las palabras del anciano. Le pareció increible que en una sala tan pequeña hubiera de repente tanta gente. Dicha sensación le inquietó y luego le infundió una especie de vértigo. Desde que despertó en el hospital, desde que comprobó con horror que no tenía el cuadro, había imaginado repetidas veces la mirada escrutadora del Sr. Knap, había calculado con precisión el tamaño de los pesados revólveres que deberían apuntarlo, había determinado entonces culpar al profesor Markus, pronunciar en alto su infame nombre de traidor, pero nada ocurría ya de esa forma. Había algo falso en la habitación, algo intangible y atroz. El Sr. Knap permanecía fantásticamente inmóvil en la mesa, la luz de las lámparas caía oblicuamente sobre los objetos y personas y por la puerta apareció el profesor Markus.

        Me ha costado un gran esfuerzo traerle hasta aquí, Sr. Etxepare —dijo Markus vorazmente, con labios insaciables—. Me ha costado esfuerzo arrastrarlo hasta su verdadero sitio, porque usted se empeñaba en deambular. Pero todavía me sorprende es que usted aún no parece comprender cúal es su verdadera situación. ¡Observe a su alrededor, Sr. Etxepare! ¡Mire qué me ha hecho representar!

        Con un profundo escalofrío, Etxepare retrocedió torpemente unos pasos y tropezó con la silla, observó que el resto de invitados lo miraban extrañamente; observó con infinito espanto que no eran hombres, que acaso eran otra cosa burdamente disfrazados de hombres. Algunos ni siquiera tenían cara. Dolorosamente lúcido, poseido, recordó de repente que en ningún sitio había leído o visto la palabra «hospital», que algunos médicos no tenían ojos o estos eran blancos y sin vida.

        Desesperado, ajeno al universo físico,buscó alguna explicación tenaz, perdurable. Pensó en el coche que lo atropelló, pensó que no era cierto que estuviese muerto, pensó que todo era un sueño y que pronto despertaría ¡muerto! Luego, actualmente, el horror a estar muerto lo espantó menos que el repentino recuerdo de las palabras del anciano.

        Quiso gritar que aquello era imposible, pero el profesor Markus ya lo agarraba del brazo, pero el oblicuo profesor Markus, rasgando uno a uno los embalajes de los cuadros colgados en la pared, desvelaba ya enormes espejos. Enmudecidó Etxepare se vio aborrecidamente reflejado. Markus reía. Inmediatamente después (pero Etxepare ya no tenía percepción del tiempo) se abrió antes los dos una puerta; desde el umbral, junto al profesor Markus, entrevió una sucesión de escalones de piedra que se abismaban en la oscuridad y, hacia el fondo, unas tenues tinieblas fosforescentes. Vio que descendían a gran velocidad, pues la tiniebla infernal adivinaba el portalón. Vio los ojos magnéticos del profesor Markus, su sonrisa de daga.Vio el portalón que se abría y detrás, paciente y voraz, la vertiginosa cárcel de espejos.

 

Julen Larrinaga

1967

Bilbo

 

1992tik 1998ra arte espetxean izan zen eta 2001 urtean berriro atxilotu zuten Amnistiaren Aldeko Batzordeen bozemailea izatearen akusaziopean. Alcala-Mecon dago.

 

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28.800 Alcalá de Henares.

Madrid.

 

 

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