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CALOR CHIAPANECO

 

Tan pronto como llegó a casa se metió en la cama. No tenía demasiadas cosas en la habitación: a la izquierda y sobre el suelo, una lámpara hecha con piel animal traída por su hermana de Marruecos, a su lado el nuevo libro de Koldo Izagirre, un libraco infumable sobre la globalización y el Arte de amar de Erich Fromm, uno encima del otro, y sobre la improvisada mesilla, el reloj-despertador de la Caja de Ahorros de Guipúzcoa. En la pared una sola foto, la que aquella misma mañana le habían enviado Nerea y Sebas desde México junto con la carta: "... y la habitación azul está aún más vacía de lo que estaba antes de que tú la habitases, a pesar de que la estela que dejaste atrás (la camiseta de Jarabe de Palo que te regaló Isabel, ¡qué ingrato eres!, la copa de fútbol y un par de cartas) nos da la cercanía de tu presencia". El joven que recién había hecho apología contra el fetiche en el bar de abajo, sintió una especie de coherencia gloriosa cuando tras leer la carta la echó a la basura, con determinación. No pensaba contestarla, confirmar que las relaciones acabadas no son más que eso, relaciones acabadas, le hacía sentirse poderoso. La foto sin embargo la pegó en la pared, y en su dorso escribió la canción de León Gieco que tanto gustaba a los tres.

        Era una foto tomada por él. Nerea y Sebas, en el patio de casa; Nerea en un plano corto y ligeramente movida; al fondo, tumbado en una hamaca, fumándose un cigarro, Sebas. Los conoció en Chiapas. Era un sueño de hacía tiempo, ir a México de fotógrafo, y en cuanto ahorró el dinero suficiente marchó. En el último momento antes de partir, alguien le dio una dirección de dos vascos que vivían allí; ya en San Cristóbal de las Casas, aquel papelito completamente arrugado le condujo hasta la casa de Nerea y Sebas. Desde el primer instante quedó patente que había buena química. Nerea estaba escribiendo un libro sobre el EZLN, y Sebas, que no tenía nada mejor que hacer en su pueblo además de seguir enamorado, le acompañó en la aventura. En seguida fue invitado a quedarse a vivir en la habitación azul.

        Sebas era un tipo tranquilo, sin grandes ambiciones, con tres o cuatro principios que jamás traicionaría. Todo aquel que lo conocía adivinaba una fe ciega en Nerea. Nerea, siempre con una sonrisa en los labios, habladora, regalaba feminidad. Siguiendo la tradición, la primera línea de una relación que exigía forma triangular se formó entre Sebas y él; comenzaron a ir juntos a sacar fotos o a jugar a fútbol. Con Nerea todo fue más despacio. Desde el principio le adjudicó la etiqueta de novia de Sebas, quizá porque era bonita, o porque la primera vez que la vio se quedó absorto mirando sus largas piernas y el mágico culo con forma de corazón que éstas sostenían.

        Un día, tras la cena, Nerea le propuso ir juntos a una comunidad zapatista, sólo cuatro o cinco días, sacarían bonitas fotos, que de paso ella también podría utilizar para su libro. Comenzó a urdir frases que buscasen la aprobación de Sebas, y para ello mencionó obstáculos absurdos para no ir, sin mirarle a los ojos, hasta que el otro dijo: Es una buena oportunidad, tío.

        Sebas los acompañó a la parada del autobús, y ahora se da cuenta de que se sintió incómodo durante todo el viaje, excepto durante la tregua que supuso el beso de despedida entre Nerea y Sebas. En el medio segundo que duró el beso quedó meridianamente especificado el rol de cada cual: Sebas y Nerea, una pareja que se quería; él, un conocido de la pareja que iba a sacar fotos. Más tarde, la imagen de Sebas fue difuminándose junto con la de los árboles, hasta convertirse en una mancha insignificante. Sólo entonces comenzaron a hablar. Era fácil con Nerea, aquella chica tenía don para la comunicación y no dejaba que la conversación decayese. Hablaron de política en el autobús, de la necesidad de fortalecer el movimiento abertzale en el País Vasco, de la mezquindad de los gobiernos, del carácter impuesto del Guggenheim, de lo europeo que era San Cristóbal y del doble rasero de los hippies que vivían allí, pasando de un tema a otro como monos de rama en rama.

        Permanecieron juntos a lo largo de toda la estancia en la comunidad. Hacía fotos mientras Nerea recababa información para su libro. Por la noche dormían en barracones de madera polvorientos, sobre viejos colchones de algodón. La tercera noche Nerea habló sobre su relación con Sebas, que empezaron a salir cuando ella tenía dieciocho años, y que aunque lo quería mucho tenían distintas prioridades. La confesión no lo cogió desprevenido, sin embargo simuló no saber nada. Encogidos en una intimidad recién conquistada, en aquel barracón al que no llegaba la sombra del tercero, se arrepintió de haber estrechado tanto la relación con Sebas, de haber antepuesto la ley de los hombres a la ley de la atracción. Maldijo para sí la convención que obliga al hombre a que cuando conoce a una pareja debe hacer previamente amistad con el miembro masculino, mientras no dejaba de recoger con la mirada las palabras que caían de los labios de ella.

        Hacía un calor espantoso en el barracón, húmedo, pesado. Le parecieron gotas de sudor pero no, aquella mujer que con su andar despertaba a su vez miedo y admiración estaba llorando, llorando como una chiquilla. Sólo pudo abrazarla y besarle el cabello, dejar correr su pelo caoba entre los dedos. Hubiese querido beber de sus ojos, hartarse de su lengua, pero únicamente le preguntó Qué te pasa, no muy convencido con la pregunta que acaba de hacer. Pronunció su nombre, el del tercero, como si hubiese sido cazada con un amante. Y así durmieron, entrelazados, en silencio y embrujados por la lucha que se libraba en el interior de cada uno. Hasta la mañana siguiente.

        Ni al despertar, ni en los días posteriores mencionaron el asunto.

        Ahora, busca en la foto indicios que habían podido quedar sobre el papel sensible. Si Nerea se habría arrepentido alguna vez de no haberlo hecho, sentido nostalgia por no haber enredado un poquito más el nudo de carne. Intentó buscar la respuesta en aquella mirada de camaradería, algo menos inocente de lo que aparentaba, interrogando a aquella mujer. ¿Qué escondían aquellos ojos color herrumbre? ¿Y de qué no se daba cuenta Sebas, mirando a las nubes mientras fumaba? Difícilmente podría robar estas respuestas a la foto, ya que el desenfoque, había tapado con una suave y blanca neblina la mayor fuente de información, los ojos, sumiendo en la incomunicación a la chica de papel. Odió su afición al desenfoque, se maldijo por imitar la fotografía de las estúpidas revistas de tendencias; aquel despiste artístico era imperdonable. A pesar de ser consciente de la dificultad para sobreponerse al efecto somnífero del cansancio y la cerveza, intentó revivir la foto tomada en la sala de la casa de San Cristóbal, sentir el instante fosilizado. Centró toda su atención en aquel ejercicio, hizo que los rayos de luz tocaran las paredes de escayola convertidas en fuera de campo. Haciendo de los planos cortos planos enteros, le puso una falda roja a Nerea, y vaqueros y sandalias de cuero a Sebas; él escondido tras su Canon; una ventana de madera pintada de blanco en la pared de la derecha y en la de la izquierda un cártel en el que se leía Freedom for the Basque Country, y una estantería amarillenta que la madre de no se acuerda quién había hecho con madera y macramé, sobre ella una pequeña calabaza y el rostro encapuchado de Marcos tallado en un cenicero de cristal y no sabe qué libro de Sarri.

        Nerea y Sebas están discutiendo en la sala. No sabe por qué, no les entiende. Son palabras pesadas lentas borrosas. Él se halla tumbado en la cama, desnudo. En una mano una botella de Coronitas sin limón, en la otra una antología de José Revueltas, y la discusión de la pareja produce sobre él el efecto de una nana. Se da cuenta de que el libro no tiene letras sino hormigas, y en vez de asustarse, se divierte con el leve cosquilleo que le producen las patitas sobre su piel. No consigue leer, las hormigas caminan por sus pies sus brazos su pecho, escucha desde la lejanía sus voces de humo, o así le parece, discutiendo. Nerea ha entrado en su habitación, desnuda, se le ha sentado encima, apretándose con fuerza contra su pene, y más cosquillas; Chissss... ha dicho ella al llevarse el índice a sus labios, Si no te callas no las voy a poder alejar de aquí. Tiene unos pechos más abundantes de lo que se había imaginado, con pezones muy rosas, como pintados con témperas. Sentada encima, le ha sujetado las muñecas, ¡Chissss... Si no te calles las malditas hormigas no se irán nunca!, y se ha echado hacia adelante, hacia adelante y hacia atrás, suavemente, y el sutil balanceo de la chica le ha provocado una gran hinchazón. Las hormigas van desapareciendo. Lo único que ahora tiene en perspectiva es su par de tetas, pero no consigue hundirse en ellas, ya que sigue sujeto por las muñecas, una sonrisa en el rostro enmarcado con mechones de ámbar. Finalmente ha conseguido liberarse del yugo de las muñecas y le ha tocado los pechos; muy duros, como melocotones, dulces y prietos, cubiertos de suave bello, pezones brotes montes libres, atentos a los pellizcos. Inesperadamente, se lo ha tragado, tragado y expulsado, tragado del todo y expulsado del todo, las nalgas de Nerea estallan contra sus muslos en un galope cada vez más violento, hasta vaciarse de gemidos grititos líquidos. El uno dentro del otro, se han besado, un largo y mojado beso de carne blanda, envueltos en un agradable mareo. Nerea también suda, y se ha tumbado a su lado. Aparenta estar cansada pero no quiere dejar que se duerma. Quiere más carne blanda, y tras haber sitiado las línea del cuerpo de la hembra con rápidos besos, se dirige a su bajo vientre, para beber de él. Lo que parecía una oscura mata de pelo, es una procesión de hormigas, y ahora las tiene en la boca, en las cavidades de la nariz y la garganta.

        Se despertó exaltado. Se levantó de la cama de un saltó y fue al baño, para mirarse en el espejo. La imagen devuelta era la de un joven sudoroso y con el pelo revuelto. Había sido tan real que seguía estando alterado, aún podía sentir el rocío templado de Nerea entre sus labios. Volvió a la cama. Eran las siete y media de la mañana. Los primeros rayos de luz tiñeron la habitación de color naranja. Demasiado pronto para levantarse, demasiado tarde para acostarse. La foto que había provocado el sueño también teñida de naranja, y él allí, junto a aquella mujer que le había noqueado los sentidos.

        El salitre del sueño aún en él, siguió mirando la foto, y le puso el nombre de aquella mujer al abstracto concepto de eternidad. Algo que vio en la foto rompió el embrujo: por la mañana la niebla del desenfoque se había disipado, y podía percibir con claridad los ojos claros color herrumbre de Nerea fijos en él, como si ella también estuviese recién levantada, recién amada.

        Se levantó de la cama y puso la cafetera en el fuego. Recuperó la carta de la basura e intentó quitarle las arrugas usando la plancha sin encender, alisándola con las palmas de las manos. Luego la volvió a leer. Se puso frente a una hoja, que pese a haber sido arrancada de un cuaderno, le pareció la hoja más blanca y más vacía jamás vista, y hasta que se le enfrió el café no consiguió escribir, Querida ojos color herrumbre:

 

 

© Eider Rodriguez


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